jueves, 13 de marzo de 2008

Día siete

Lucía aceptó encontrarse con él siempre que fuera en un lugar público. Del otro lado del teléfono el hombre le señaló el bar que está en la estación de Once, que siempre está lleno de gente. Por más que repasara la conversación una y mil veces, no podía entender cómo la habían convencido. Después de buscar en el fondo de su mente alguna teoría que satisfaciera la incógnita, recordó que se había sentido sola. ¿Podía ser la soledad el detonante para realizar acciones sin sentido? Tenía una familia a la que proteger, hijos a los que cuidar. La razón le decía que eran muchos los riesgos que estaba tomando al encontrarse con este extraño hombre del que nada sabía, pero que notaba tan cercano. Muchas veces en su vida se había encontrado en una situación en la que, de haber hecho las cosas pensando, no habría estado. No quería que esta fuera una de esas veces, pero hoy su vida no tenía emociones. Incluso a veces extrañaba cuando podía escuchar lo que pensaban los demás.
No entendía mucho de lo que hablaba este hombre. Lo veía gesticular, moviendo las manos y hasta le daba vergüenza de que la vieran con él, tan desalineado y mal vestido. No obstante, algo le impedía retirarse y dejarlo hablando solo. Un poco por respeto y otro poco por esa sensación de conocerlo de antes, se quedó mirando casi sin oir lo que el tipo decía.
Pronto se vio envuelta en una maraña de datos que Garmendia le estaba dando sin detenerse. El hombre conocía a Ferrari, entendía lo que a ella le pasaba y hablaba de una conspiración contra todos los que sufrían el mal de las voces. El gobierno está detrás, repetía sin cesar, sin vergüenza de parecer un loco, mientras la gente lo miraba desde las mesas vecinas. Lucía sintió que su mente volvía a ese estado de caos en el que había estado hacía tanto tiempo y tuvo miedo de caer en una trampa de la que no podría salir. Pero, por otra parte, algo más fuerte que el miedo la impulsaba a seguir ahí, escuchando al loco que ya no lo parecía tanto.
Finalmente se excusó por la hora y dijo que debía marcharse, con cuidado de no parecer descortés. Se levantó de la silla y salió de la estación con una tormenta en la cabeza. ¿Quién era este hombre que sabía tanto sobre lo que le pasaba a ella? ¿Había más gente con el mismo mal? ¿Podía ser verdad que lo que les daba Ferrari no servía para curar la enfermedad? No lo sabía. Tampoco sabía si todo esto podía cambiar algo en su vida, pero estaba dispuesta a descubrirlo. Al día siguiente se encontrarían de nuevo para ver la carpeta con datos que había juntado Garmendia en este último tiempo.
Le pareció que alguien la seguía y apuró el paso para llegar a la oficina.