jueves, 19 de diciembre de 2019

La mulita se apaga de un botón distinto al de encendido


Cuando nos juntamos con los pibes siempre contamos anécdotas. Son siempre las mismas, pero van variando detalles entre reunión y reunión. El que las cuenta mejor es el Pelado, aunque todos sepamos que es un exagerado que le agrega cosas para hacerlas más divertidas. Pero el problema es que así las historias van mutando y uno ya no se acuerda de la historia verdadera sino de la historia que contó el Pelado. Y a la que, encima, cada vez le agrega más cosas. El otro día, la última vez que nos juntamos, Ovidio le adjudicó al Can una anécdota que yo sabía que era mía. Fue cuando estábamos en cuarto año. En un recreo de taller, en la pista, sentados en una escalera de subida a los aviones, charlando y diciendo pavadas, a mí se me ocurrió tocar el pulsador de encendido de una mulita. Malditos dedos míos que no pueden quedarse quietos y tienen que ver qué pasa si aprieto tal o cual botón. Era un botón hermoso, rojo brillante, que llamaba a ser presionado. Pero, ah, qué mal, justo ese era el que encendía la mulita. La mulita no es otra cosa que una turbina pequeña, que tira aire por una manguera al motor de los aviones para encenderlos. Es una especie de burro de arranque de aviones. Pero bueno, no deja de ser una turbina, con todo y su ruido ensordecedor. Y empieza de apoco. Al principio es como un zumbido grave, luego va creciendo, haciéndose cada vez más fuerte y más estridente, hasta que se torna insoportable y puede dañar los tímpanos si uno no tiene protectores auditivos. Fue por eso que los que estaban en la escalera comenzaron a saltar y correr hacia el hangar al grito de “va a explotar, va a explotar” revoleando los sánguches de salame por el aire. Todo eso mientras mis dedos no daban abasto tratando de accionar el botón para apagarla. El episodio terminó con un profesor yendo a extinguir el funcionamiento del malévolo aparato, y conmigo sumando diez amonestaciones. Y estoy seguro de que me pasó a mí, porque todavía siento la vergüenza de ir a decirle al profesor lo que había hecho y que necesitaba que viniera él a resolverlo. También el miedo de que en realidad explotara, porque de acuerdo al ruido que hacía, parecía que la fatídica máquina sólo dejaría de funcionar con una gran explosión atómica. Así que cuando Ovidio recordó la historia poniendo de protagonista a otra persona, recordé lo que nos pasaba con las historias que contaba el Pelado. Porque estoy seguro que al principio eran el fiel reflejo de lo que había sucedido, pero con el paso de los años, los detalles se fueron exagerando y se agregaron nuevos giros más divertidos, con lo que las anécdotas hoy distan mucho de lo que realmente pasó. Tal es así que ya no nos acordamos de la historia original si no de la que contó el Pelado. Por eso, al final de la anécdota que contó Ovidio, en mi mente pude ver a los pibes arrojándose en cámara lenta desde lo alto de la escalera y gritando “va a explotar” y casi que se dibujó la silueta del Can en su mameluco azul tratando infructuosamente de apagar la mulita.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Minuta de reunión


Minuta de la call conference del día 16/01/17
Asistentes:
·  Facundo Gerez Lóbrega, Jefe de Atención al Cliente
·  Alejandro Cárdenas Uribelarrea, Gerente de Operaciones
·  Maximiliano Cotone, Jefe de Sistemas
·  Mónica Sampietro, Gerente de Administración y Finanzas
·  Marcelo Spinograff, Jefe de Métodos y Procesos
·  Alejandro Concha Alarcón, Representante de ventas del Sistema (en España)
Desarrollo:
En el día de ayer se llevó a cabo una reunión virtual vía Skype con el representante de ventas del sistema de gestión Fresno. Se proyectó en pantalla gigante lo que el español mostraba. Eran imágenes de las distintas funciones del sistema que el tipo iba tocando. La imagen tenía una calidad tan deficiente que impedía leer los títulos de los botones y menús del sistema. No se entendía nada. Ante tal inconveniente, el jefe de sistemas utilizó algunos comandos en su ordenador, pero la imagen no mejoró demasiado. No se distinguían las palabras mostradas. Entonces cada uno tuvo que ir hasta las oficinas y traer su propia notebook para seguir la charla desde su propia pantalla, de donde se veía un poco mejor. Nada fa!, pero con un poco de imaginación se podía adivinar lo que no se leía.
Pero lo peor de todo no fue el vídeo, sino el audio. Cada cinco o seis frases, se escuchaban ruidos de resortes de dibujos animados. Un sonido tipo poing, doing, pin, pum, clan, y luego seguía la conversación normal. Al principio, con la primera aparición de los ruidos, todos serios, nadie dijo nada. Pero después se hicieron más frecuentes, y lo peor fue cuando los resortes justo tapaban lo más importante de lo que el gallego decía. 
La primera hipótesis que se tejió en la mente de los presentes, fue la de fallas en la comunicación debido a micro-cortes en la web.
—Vale. Entonces lo fascinante de esto, y que les puede resolver sus más grandes problemas de imprefinación, es este módulo que, con solo presionar acá, el sistema poing, doing, pin, pum, clan, dejando atrás los inconvenientes que tienen ahora.
Pero después, se hizo evidente que cada vez que iba a decir algo sumamente importante: poing, doing, pin, pum, clan, y listo. No se escuchaba lo principal. A la hora y media de conferencia, ya nadie entendía nada y más de la mitad de los asistentes miraban fotos por Whatsapp. El ruido era muy parecido al que hacía Totó cuando se convertía porque se había tomado la pócima del Dr. Jekyll en ese capítulo del Inspector. Los que no miraban su celular, hacían caras de dale-me-estás-cargando.
Entonces surgió la segunda hipótesis: el gallego no la tenía tan clara y cada vez que se encontraba con algo que no sabía, hacía sonar los resortes para no evidenciar su ignorancia.
Promediando las dos horas, Mónica, la Gerente de Finanzas, dejó de mirar su teléfono y, como si una revelación hubiera caído sobre su ser, dijo:
—No, ya sé, es un tic.
Tercera hipótesis: el gallego tiene un tic que le hace hacer ruidos de resortes de dibujos animados cuando está hablando. Estos se intensifican cuando se pone nervioso por no tener el conocimiento suficiente o no estar seguro.
Ahora tenemos otra reunión, después te cuento.

Unos chicos de truco


A comienzos del año pasado, estaba yo lijando una bandeja de hierro muy pesada en el balcón. En un torpe descuido, la bandeja, que pesaría un buen kilogramo, se resbaló de mis manos, pegó en el suelo del balcón, rebotó y saltó al vacío, cayendo los once pisos que había hacia abajo. Un gran pedazo de hierro de semejante peso, cayendo desde once pisos, calculé que podría matar a alguien, sin lugar a dudas, si lo golpeaba en el lugar correcto. El ruido que hizo cuando golpeó, fue terrible. Corrí entonces hacia el ascensor y bajé los once pisos esperando encontrar un muerto o, aunque sea, un herido con un gran charco de sangre alrededor. Por suerte, se rompió el cemento del piso, la bandeja se abolló y algún vecino gritó alguna barbaridad por una cobarde ventana. Nada más sucedió que pudiera perturbar el transcurso de mi realidad. O por lo menos, de esa realidad. Porque lo que siguió a esos momentos de alborotada adrenalina, fue una calma en la que pensé ¿Qué habría pasado si no hubiese tenido tanta suerte? ¿Cuál habría sido mi destino si el trozo que cayó del cielo hubiera matado a alguien?
En la semana siguiente, todos mis pensamientos se orientaron hacia esa dirección. Quizá un poco egocéntrico (o egoísta, si se quiere) fue pensar en qué me habría sucedido a mí y no a la persona o a la familia de la persona, pero como no hubo persona, mis elucubraciones se concentraron en mí mismo. Al principio fue sólo cuestión de imaginar un escenario alternativo algo difuso, pero después, a medida que se iban aclarando las ideas, comenzó a tomar forma una realidad paralela a la vida que yo tenía.
Tal fue el grado de obsesión que creció en mí que, al cabo de un par de semanas, estaba viviendo dos realidades. Una, era la de siempre, la misma rutina de ir a trabajar, estar con mi familia, comer, dormir y hacer el amor de vez en cuando. La otra, en cambio mucho más apasionante y a la vez desdichada, me tenía encarcelado, esperando el juicio por haber matado un tipo con el pesado hierro. Todo se basaba en las premisas “qué hubiera pasado si” y “cómo estaría ahora si”.
Pero las cosas fueron un poco más allá de mi imaginación, a punto tal que llegó un momento en el que la única vida que valía la pena vivir era la alternativa, esa en la que sufría en la cárcel, pero en la que al menos me pasaban cosas. En ella me veía teniéndome que defenderme de otros reclusos que me atacaban, o llevando adelante una protesta por las malas condiciones carcelarias. Al cabo de un tiempo, ya había cumplido parte de mi condena y podía acceder a salidas transitorias. En este universo alternativo tuve que buscar otro empleo y dedicarme a hacer algo distinto a lo que en realidad hacía. En el tiempo que estuve encerrado perdí contacto con mis amigos y la familia no me dio muchas señales de apoyo. Al fin y al cabo, era un asesino. Así que, luego de cumplida mi condena, estaba solo, pero totalmente a mi merced. Era libre.
Evaluando las posibilidades que tenía a mano, fui a parar a Cañada Seca, un pueblito en la triple frontera entre Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires. Con dinero que tomé a préstamos en un banco, logré poner una casa de repuestos de motores que no daba mucho dinero, pero me permitía vivir y pagar el alquiler de una casita bastante modesta. El lugar era tranquilo, la gente no hacía muchas preguntas y la mayoría vivía, de una u otra forma, del campo.
El tiempo pasó, y después de algunos años, ya no recordaba nada de mi vida anterior. Hasta que un día, camino a casa, me crucé con alguien que me pareció conocido. No me di cuenta en el momento, sino que fui pensando en quién sería, mientras caminaba. Sólo al llegar, me di cuenta de que la persona era muy parecida a un amigo de mi otra vida, la vida real. Al principio no sabía bien de quién se trataba, ya que los había borrado a todos de mi mente, pero después creí haber llegado a la conclusión de quién era.
Al día siguiente caminé de nuevo por la misma calle a la misma hora tratando de cruzarme con esa persona, pero no. No pasó. Los días que siguieron también lo busqué por otras partes del pueblo, pero sin éxito. Después de unas semanas desistí de mi búsqueda y pensé en que habría sido mi imaginación.
A los pocos meses, uno de mis proveedores enfermó y tuve que ir a buscar unos repuestos a Piedritas, un pueblo cercano a Cañada. Después de comprar los repuestos que me habían encargado, me fui hasta el bar del club y me senté al mostrador a tomar una Imperial. Al rato, entró mi amigo y se sentó al lado sin mirarme.
—Sabía que ibas a estar acá —dijo, aún sin mirarme. Yo me quedé un rato pensando, sin entender—. También están El Pocho y Don Aimale, el tío de la Claudia. Nos juntamos los viernes en una mesa del fondo. Ahora que somos cuatro podemos hacer unos chicos de truco.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Nos volveremos a ver.

Hoy pensaba en esa gente que sabe que algo le hace mal pero que igual sigue. A veces no se dan cuenta, pero otras sí. Y siguen igual. Como si fuera electrotulba o algún otro vicio. Y no creo que lo que dice Manuel sea cierto. Él no entiende la relación que tengo con ellos, así que no le doy importancia a lo que me diga. Y en todo caso, si fuera como él dice, habría que ver si realmente hacen tan mal, porque, que yo sepa, mi vida mejoró desde que los tengo.
Alguna vez tendrías que probar. No todos de golpe, pero podrías empezar con uno, como hice yo. Si querés, te puedo pasar el último que me salió, que todavía es chiquito, así le podés enseñar vos lo que quieras, porque el resto ya está más acostumbrado a mi forma de ser y viste que son muy rutinarios y tengo miedo de que si les cambiás algo, se enfermen o se mueran. A ver... para que se entienda: no es que me vaya a pasar algo si se mueren. Mi camino seguiría igual que siempre. El tema, más que nada, es que me siento más tranquilo cuando sé que ellos me acompañan. Debe ser que me hacen sentir útil, yo que sé. Desde que dejé de ir al tirante, es lo único que me hace sentir que sirvo. Nunca tuve, pero supongo que es como tener un hijo, porque a los hijos también les tenés que dar algo de vos para que vivan ¿no?.
Lo único que me preocupa es que cada día me siento más débil. Al principio no, todo lo contrario, darles de comer era casi rejuvenecedor. No sé, pero quizás darles a ellos hacía que yo me renovara. Como esos filtros que te limpian la sangre y te la devuelven mejorada, con más oxígeno y menos toxinas. Pero bueno, seguro que es algo momentáneo, y cuando vuelva a hacer mi vida de siempre todo va a volver a la normalidad. Yo creo que puedo tirar perfectamente un mes más así como estoy y disfrutarlos lo más posible sin que haya demasiado peligro. Después vuelvo al tirante y a todo lo demás.
Marcela no creo que vuelva, pero eso ya no importa tanto, porque sabés que lo único que quiero es estar con ellos, alimentarlos y verlos crecer. Es lo único que me llena, lo único que me hace bien. Por eso no me gusta lo que me dijo Manuel. ¿Porque qué sabe él de esto? Nadie podría entender lo que se siente a menos que lo pruebe. Es dar vida, y ver cómo la vida se hace fuerte y crece en otro ser. Es sentirte importante para alguien, sentir que servís y que sin vos, ellos no podrían existir. Vos tenés el poder de darles vida, y también de quitárselas. Sos su Dios. Y esa experiencia es extraordinaria. Imaginate si me moría sin haberla vivido. Y aquellos que no se animan, ni se imaginan lo que se están perdiendo.
Por eso te decía que el que nunca cruzó el umbral, no sabe y no tiene derecho a opinar sobre los que sí lo hicimos. Esa es la razón por la que no me arrepiento de nada, desde el mismo día en que decidí dejar crecer al primero cuando todos me decían que me lo extirpara, y hasta el día de hoy en que te digo todo esto acostado en el suelo y con ellos acá encima, algunos comiendo, otros jugando. Voy a ver si los hago dormir un rato así puedo descansar y recuperarme un poco. Tendría que comer algo, pero no quiero dejarlos solos para salir a la cinta.
No sé, espero que me entiendas y que no creas que me dejo dominar. Esto lo hago porque quiero y no por otra cosa. Cuando todo vuelva a ser como antes nos volveremos a ver.

jueves, 29 de enero de 2009

Último día

Una vez que pasó los límites del pueblo, cabalgó a toda velocidad por el campo abierto. Mientras el viento y la tierra le hacían brotar lágrimas que se le desparramaban por los costados de la cara, pensó en lo que había pasado. Hacía mucho tiempo que esos recuerdos no afloraban y cuando a veces vagamente veía algunas situaciones pasadas, estas le parecían extrañas, como si fueran recuerdos de otra persona. Cambió su nombre, dejó atrás sus pertenencias, su vida. Había sido muy duro, y ahora que ya lo había superado, todo volvía de nuevo a cero. Tendría que mudarse más al sur, o huir hacia chile, pero siempre sería un fugitivo, y esos recuerdos, que parecían olvidados, lo perseguirían por siempre. Quizás fuera hora de enfrentar el destino y dejar de huir. En la cárcel podría estar tranquilo. ¿Cuántos años podrían darle por matar a tres?¿Le adjudicarían a él también la muerte de Lucía? Las piezas del rompecabezas comenzaban a unirse nuevamente. Venían de los rincones más inhóspitos de su mente y se ubicaban en su posición para armar el cuadro que creía perdido. Una y otra vez veía pasar imágenes de lo que sucedió esa noche mientras retumbaban los cascos del caballo sobre el suelo seco. No obstante, siempre le iba a faltar una pieza, aunque lo repasara mil veces. Nunca supo exactamente cómo había llegado a la casa de Florencio Varela. En su mente había entrado por la ventana desde un balcón, pero en el balcón era de día y en la casa de noche. No podía explicarlo. Ni siquiera Martina sabía el camino exacto, ya que en el auto casi no había mirado por la ventanilla. Recordaba la desesperación que sintió al ver a su hija cautiva y recordó también que en ese momento le había parecido una ilusión, como si hubiese estado viendo una película en la que él no actuaba.
El sol estaba bajando y el viento soplaba a ras del suelo, levantando nubes de tierra. Hacía mucho que no llovía y los yuyos del camino estaban amarillentos y sin vida. Un poste de madera podrida sostenía los alambres en los que estaba atado un caballo. A unos metros de ahí, El Hombre yacía de costado sobre el surcado suelo seco abrazando sus propias piernas. Con los ojos cerrados, mirando hacia adentro, no advirtió la negra nube hasta que las primeras gotas cayeron sobre él. Luego se levantó y caminó hacia el caballo que relinchaba queriendo zafar de su atadura antes de que el viento se lo llevara junto con el alambrado. El Hombre comenzó a correr debajo del agua que caía ya sin cesar y mientras corría se le hacía difícil ver dónde pisaba. Cayó en la zanja y tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para levantarse y reanudar la marcha nuevamente. Ya no se veía nada, de pronto había caído la noche y caminaba sin rumbo tratando de encontrar ya no sabía qué. Tropezó con unas plantas y se acomodó detrás de un árbol para recobrar el aliento. Las ventanas estaban cerradas y no podía ver lo que adentro sucedía. Un perro ladraba cada vez más cerca. No podría matarlo de un tiro porque los de adentro escucharían el sonido y sospecharían, así que tomó un rastrillo que encontró junto a la pared y justo cuando el perro saltaba hacia él, enterró el mango en su abdomen y lo dejó desangrarse bajo la lluvia. Seguramente Martina estaría en una de las piezas del fondo.
Con un ladrillo como sostén de la persiana, pudo pasar su mano y golpear suavemente el vidrio. Puso el dedo índice apoyado en la boca cuando Martina lo vio para que ella no hiciera ruido. Debía sortear las rejas y la única forma de hacerlo que se le ocurría era doblando los barrotes. En medio de la tormenta fue hasta la calle y con un diente del rastrillo que había usado para matar al perro rompió la cerradura de un auto y sacó del baúl el cricket. Volvió a la casa donde tenían secuestrada a Martina y colocándolo entre dos hierros, hizo presión hasta torcerlos. Luego la ayudó a salir por ahí y corrieron bajo la lluvia hasta que alguien se les cruzó en el camino. Santiago apuntó a Martina con una pistola mientras llamaba a los que estaban dentro de la casa. Esteban tenía sólo unos segundos para actuar y lo único que pudo hacer fue quedarse quieto en el lugar. Y pensó. Sintió lo que el muchacho sentía. Por un instante su mente fue un remolino de cosas, pero luego todo se calmó. En un rincón pudo ver las cosas que al chico le habían hecho. En otro, el camino para llegar hasta ahí, el que Esteban había seguido para rescatar a Martina. Finalmente pudo escuchar lo que pensaba y así tuvo la seguridad de que amaba a su hija y no podría hacerle daño. Así que tanteó el revolver en su bolsillo y apoyó su dedo en el disparador. En la oscuridad y debajo de la lluvia que seguía cayendo, la sangre se mezcló con el agua y el muchacho tirado en el suelo pareció dormido. Tomó a Martina del brazo y corrieron hasta la esquina oyendo los pasos detrás. Se escondieron detrás de un auto y esperaron. Una vez que los perseguidores pasaron, El Hombre salió de su escondite y los mató por la espalda.
Caminaron bajo la lluvia algunas cuadras, hasta que en una avenida tomaron un colectivo. Sentados en el último asiento, se abrazaron. Luego El Hombre se durmió apoyado en el hombro de Martina. Un suave movimiento lo hizo despertar sobresaltado. Abrió los ojos y vio las estrellas en lo alto. Se incorporó y pudo ver que a su lado estaba ella. Lo había venido a buscar. Caminaron hasta el caballo que seguía atado al alambrado. Luego fueron hasta la casa.
Martina alcanzó un mate caliente a su papá mientras terminaba la comida. Después, cenaron en silencio. Al día siguiente decidirían si se iban o se quedaban. Posiblemente se quedaran. Estaban cansados de huir y acostumbrados a pelear.
FIN

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Día mil novecientos treinta y cuatro

El hombre abrió los ojos y vio que ya era de día. Se levantó de la cama y luego de pasar por el baño, fue a la cocina, abrió la garrafa y encendió la hornalla. Puso agua en un jarro y le agregó cuatro cucharadas de yerba. Una vez roto el hervor, la coló y la puso en una botella de sidra, le colocó el tapón y metió la botella en un morral de cuero junto con un pan algo endurecido que sacó de la despensa. Se vistió y se abrigó. Luego salió hacia el corral. Tomó la montura y ensilló al caballo que la noche anterior había dejado ahí. Abrió la tranquera, pasó caminando con el animal a su lado y la cerró. Luego montó y se dirigió hacia los cuadros del sur. Cuando llegó al puesto del molino del sur, bajó del caballo y después de atar sus riendas al alambre, se sentó en una de las paredes derruídas de la tapera y sacó el mate cocido y el pan. Desayunó en silencio mirando cómo se disipaba la neblina y luego armó un cigarrillo y lo fumó. Un rato más tarde, entre las vacas, notó algunas moscas alrededor de un ternero. Tomó el lazo del costado de la montura y lo sujetó, enrrollado de manera prudente, con la mano derecha, mientras con la izquierda llevaba las riendas. Taloneó al caballo y se acercó al ternero al trote. Tuvo que apurar el paso cuando el pequeño animal comenzó a correr, zigzagueante, por el campo, pero al fin pudo acercarse y echarle el lazo. El pobre bicho se enredó en la soga de cuero tirante y cayó. El hombre entonces bajó del caballo y se acercó, espantando con unos ademanes a la vaca que lo miraba amenazante. Ajustó el lazo dando unas vueltas más alrededor de las patas y observó el ombligo. Estaba embichado. Fue hasta el caballo, tomó el curabicheras y buscó un palito en el suelo. Agarró el ombligo y echó un chorro largo de fluido azul en el agujero. Esperó un rato hasta que vio salir al primer gusano. Después, con el palito, comenzó a escarbar el orificio sacando los demás. Eran de color blanco, tirando a gris y se retorcían por los efectos del curabicheras. Con las dos manos presionó el sitio de la herida y comprobó que no había nada más. Finalmente buscó un poco de bosta seca y armó una especie de tapón que, después de empaparlo en el remedio, metió en el hueco que habían dejado los gusanos. Un poco de curabichera en la punta de la cola y lo desató. Se acercaba el mediodía y quería llegar al boliche de Zavala antes de que se acabara la comida del día. Otra vez sobre el caballo, sacó la bolsa con el tabaco y un papel y armó otro cigarrillo. Lo encendió armando una cueva con las manos entre las cuales quedó el fósforo al resguardo del viento. Siguió recorriendo las vacas hasta que le pareció que no quedaba nada para ver y se dirigió al pueblo.
Llegó más cerca de la siesta que de la mañana y se sentó en una mesa después de atar al flete en la puerta. Pidió al viejo el plato del día y al rato el cocinero le trajo guiso con pan y vino. Comió despacio y cuidó el vino para que le durara hasta el último bocado. Luego se recostó en la silla y se quedó descansando, esperando a que el sol bajara un poco. Habrán sido cerca de las tres de la tarde cuando Jorge González entró al boliche y se acercó a su mesa, pidiéndole permiso para sentarse. Luego de los saludos y las preguntas de rigor sobre el clima, el suelo y la lluvia, siguieron los chismes sobre la gente del pueblo, a los que Esteban no prestó la menor atención. El tipo hablaba con voz pausada pero sin detenerse, como si los signos de puntuación no existieran, y Esteban hacía un esfuerzo inhumano para que no se le cerraran los ojos. En uno de esos instantes en los que no sabía si lo que escuchaba era real o parte de sus sueños, justo en ese umbral en el que tenemos un pie en una dimensión y el otro en la otra, escuchó su nombre, su verdadero nombre, no el que allí conocían. Abrió los ojos inmediatamente y pidió otro vaso de vino a Don Zavala. Jorge González hablaba de un tipo que los milicos buscaban hacía algunos años y que ya habían dado por perdido, pero ahora nueva información había venido de Buenos Aires y habían sacado una nueva orden de búsqueda. Pacientemente escuchó los detalles que El González le dio y los grabó en su memoria. Luego pagó y se marchó en su caballo, con un armado en la boca, rumbo a no sabía dónde.

martes, 11 de noviembre de 2008

Día diecinueve

El lubricante tiene como función formar una película entre las partes móviles del motor a fin de evitar el rozamiento entre estas. Si el aceite no llega a cubrir los espacios entre las piezas, estas entran en contacto produciéndose rozamiento, el cual libera energía en forma de calor, que a su vez deforma a las piezas hasta el punto en que ya no pueden moverse libremente. En ese momento se dice que el motor “se clava” ya que, debido a la falta de lubricación, la fuerza producida por la combustión, es menor a la fuerza del rozamiento haciendo detener su marcha.
Gran Enciclopedia del Automóvil, 1958.


Ya era tarde cuando se dio cuenta de lo que pasaba. La luz roja que destellaba en el tablero desde hacía rato indicaba que el motor se había fundido pero Esteban sólo lo comprendió cuando el auto fue disminuyendo su velocidad hasta quedar parado en el medio de la calle. Fue entonces que bajó y, después de dar la vuelta hasta la otra puerta y abrirla, tomó a Lucía en sus brazos y la llevó casi cuatro cuadras hasta la puerta de la casa. Las luces estaban encendidas, por lo que suponía que debía haber alguien dentro. Enérgicamente golpeó la puerta con el pie y esperó a que le abrieran. Nunca pensó que los hijos de Lucía pudieran llamar a la policía, y se sorprendió cuando lo encañonaron para aprehenderlo. Por mucho que trató, no pudo hacerles comprender a los uniformados que ella debía tomar su medicamento cuanto antes y antes de poder hacer nada, Lucía era trasladada en ambulancia hacia el hospital Posadas y él en un patrullero hacia la comisaría primera de Morón. No sabía qué hacer. Sentía en su propio cuerpo la necesidad de Martina de estar con él, su pedido de auxilio desde algún lugar remoto. Lucía en el hospital no resistiría mucho tiempo sin sus pastillas y los médicos no serían capaces de saber qué era lo que tenía. Con seguridad iba a perderla, pero todavía podía salvar a Martina. Sólo debía calmarse y concentrarse en lo que los policías que iban adelante pensaban. Tenía que encontrar la forma de deshacerse de ellos. Hacer que detuvieran el patrullero antes de llegar a la comisaría porque de lo contrario le sería más difícil salir de ahí. Inhaló profundamente y sostuvo el aire por unos segundos en sus pulmones, luego habló con voz profunda:
- Oficial Ojeda, Ramón Ojeda ¿no? ¿Sabía Usted que hay un problema en su familia?
El policía lo miró por el espejo con cara de cansancio y siguió conduciendo sin responderle.
- El problema está relacionado con su mujer, Ana Escudero –disparó Esteban certeramente y esta vez le pareció que el pez había picado.
- ¿Qué te pasa con mi mujer? ¿De dónde la conocés? –dijo el oficial, sin preocuparse demasiado por lo que el detenido le decía. Hacía muchos años que trabajaba en la departamental de Morón y demasiada gente lo conocía.
En ese momento se dio cuenta de que nunca podría salir de una situación así y que lo mejor sería dejar a Lucía en la puerta, tocar el timbre y huir lo más rápido posible para llegar a salvar a Martina.
Su hija estaba en peligro, la sentía pidiendo socorro y tenía que encontrar la forma de llegar hasta ella antes de que le hicieran algo, así que saltó por la pared del fondo y, una vez en la calle, caminó velozmente hacia el bar. Tenía que hablar con Raquel para ver si sabía algo de la persona que estaba con Martina. Aceleró el paso, frenando el impulso cada vez que iba a comenzar a correr y pudo llegar al teléfono público. Llamó. Tardó un rato en calmarse, después de lo cual Raquel le dijo lo poco que sabía sobre el nuevo amigo de Martina. No era mucho.
Pidió una ginebra y se sentó en una mesa en el fondo de la sala. Estaba cansado. No tenía fuerzas para nada y no sabía por dónde comenzar. Apoyó la cara en su brazo y cerró los ojos. Cuando los abrió no entendió hasta después de unos segundos qué era lo que pasaba. El sitio se encontraba en penumbras y no había nadie en las otras mesas. La puerta principal se encontraba cerrada y la persiana metálica, baja. Se levantó y caminó hasta la puerta trasera desde donde un resplandor difuso se colaba por el espacio que quedaba hasta el piso. Giró el picaporte y tiró, pero el viento no lo dejó moverla. Tuvo que tomarla con las dos manos para poder abrirla y la corriente de aire que se formó cuando lo logró, lo empujó hacia fuera, donde el sol lo cegó. Apenas sus ojos se acostumbraron a la luz, vio el abismo del otro lado de la baranda y se pegó contra la pared. Se trataba de un angosto balcón que se extendía a lo largo de la pared interminable. El color blanco del mármol lo inundaba todo dificultando en todo momento la visión de las cosas. Esteban se tapó los ojos con las manos y caminó junto a la pared tratando de no mirar hacia abajo. Caminó por unos minutos, tal vez un cuarto de hora, hasta llegar a una ventana. Trató de abrirla pero no pudo, y fue entonces cuando vio del otro lado del vidrio la silueta de Martina sentada sobre la cama.

Día dieciocho, más tarde.

Un galpón, un hombre atado a una silla, sus ropas empapadas en sangre. Otro hombre tirado en el suelo a su lado. Tiene el cráneo destrozado por la salida de una bala y un charco enorme de sangre y seso rodea su cabeza. El hombre atado a la silla trata de moverse. Se empuja hacia atrás y cae de espaldas sobre la sangre, salpicando un poco hacia los lados. Con el pie derecho enfundado en un trapo sucio, mueve un cuchillo y lo trata de acercar hacia su mano. Al final puede ponerse de costado y logra tomar el cuchillo con las manos al tiempo que el dolor de la rodilla deshecha se vuelve insoportable. Luego de varios intentos corta la soga que lo tenía preso y queda tendido en el suelo, agotado. Cierra los ojos.
Una casa oscura entre árboles y maleza. Persianas bajas, entre las rendijas se asoman unas líneas de luz difusa. Cuatro personas yacen en su interior. Dos hombres esperan ansiosos al lado del teléfono. Otro, camina de una pared a la otra mientras fuma. Una mujer joven, con las manos en la cara, llora sentada en una cama. Se levanta, camina dos pasos hasta la puerta e intenta abrirla sin éxito. Luego se dirige a la ventana y observa la persiana. La correa está cortada y las maderas son demasiado pesadas para levantarlas con la mano. Además, del otro lado se adivinan unas rejas que de todos modos le impedirían escapar. Vuelve a la cama y se sienta. Otra vez vuelven las lágrimas a sus ojos.
Un auto viejo se desliza por la autopista a la mayor velocidad que pueden ir sus gastadas gomas. En el interior un hombre aplasta el pedal del acelerador contra el piso sin hacer caso de la luz roja que se prende, intermitente, en el tablero. La mujer a su lado casi no respira. A la misma velocidad con la que venía, el auto sale de la autopista y comienza a circular por una calle. Un semáforo en rojo no detiene su marcha y algunos vehículos deben realizar violentas maniobras para evitar colisionar con él.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Día dieciocho

Ayudame, agarralo de las piernas. Entre los dos bajaron al hombre del baúl y lo arrastraron hasta el galpón. Demasiado pesado para ser tan flaco. Lo sentaron en una silla. Parecía dormido. Garmendia pasó sus brazos para atrás y lo ató a la silla con una soga de nylon fina mientras Esteban bajaba a Lucía del auto y la acostaba en un sillón. Sabés que te van a buscar ¿no?, fue lo primero que dijo Ferrari cuando Garmendia le sacó la cinta de la boca. El hombre estaba destruido por el viaje y en su cara se adivinaban algunos golpes, pero mantenía la calma y si no se encontrara atado y con un revólver apuntándole a la sien, se diría que tenía el control de la situación. El destino. Construimos nuestro destino, casi siempre, pero todo lo que hacemos, ya está predicho de antemano. Callate, no hables hasta que yo te pregunte. Vos me vas a matar, lo sé yo, lo saben ellos, lo saben desde hace mucho. Basta, callate te dije, Esteban, traeme el velador. Garmendia (papá, dónde estás) estás loco, mirá cómo está Lucía, está temblando. Dejate de joder, ya se le va a pasar. No, no se le va a pasar, si no toma las pastillas, nunca se le va a pasar. Lucía va a morir igual que yo. Dijo Ferrari. Garmendia tomó el velador y le rompió la lamparita dejando al descubierto los alambres que sostienen el filamento. Luego buscó una botella para llenarla con agua. Se desesperó al ver que de las canillas no salía nada. Abrió una alacena, otra y otra más. Debajo de la mesada encontró un sifón medio vacío. Lucía temblaba como una hoja y transpiraba. Ya no reconocía a nadie y Esteban no sabía qué hacer. Quería frenar a Garmendia, de alguna forma, pero no podía dejar sola a Lucía. Y también quería saber qué era lo que pasaba. El sifón no tiene gas, ¿por qué no usás agua del tanque del inodoro? Callate, callate hijo de puta. Garmendia, preso de cólera, golpeó a Ferrari en la cara con la culata del revolver y la sangre que saltó manchó una de las paredes. ¿Quiénes son?¿Por qué nos dieron las pastillas?¿Cómo sabían todo sobre nosotros?¿Eh? Contestame, hijo de puta, contestame. Asestó un nuevo golpe en la otra mejilla y abrió un surco profundo del que brotó un borbotón de sangre oscura. Ferrari sonreía. Sonreía y eso lo desesperaba aún más a Garmendia. A ver, Ferrari, decime. Parecía más calmado. ¿Quién está detrás de todo?¿Por qué a nosotros?¿Hay más gente con La Enfermedad? Decime todo y te dejamos ir. No metas a los otros en esto, porque sos vos, sólo vos ¿O acaso necesitás de ellos para darte fuerzas? Garmendia bajó la cabeza como asintiendo (papá, vení). Ferrari tenía razón, había metido a Esteban y a Lucía en un lugar del que no podrían salir. La única salida estaba en Ferrari. Debía sacarle todo lo que el tipo sabía, incluyendo cómo salir de esa situación. Buscó de nuevo en la cocina, abriendo uno por uno los cajones. Volvió con un cuchillo en la mano. Desató uno de los pies de Ferrari y le sacó el zapato. También la media. Tomó un dedo, el mayor y comenzó a cortarlo con el cuchillo. Cuando llegó al hueso debió detenerse porque el cuchillo, sin mucho filo, ya no avanzaba. ¿Por qué no elegiste el dedo chiquito? Preguntó Ferrari. Ese hubiera sido más fácil de cortar. Garmendia, gritó, con lágrimas en los ojos. Porque quería hacerte doler lo más posible, para que me digas todo, ¿Entendés? Todo. (papá, te necesito) Me tenés que decir todo. ¿Por qué nos hicieron esto? Y apoyando el revólver en una de las rodillas del tipo, disparó, destrozando carne y hueso, salpicando con sangre alrededor. Ferrari gimió y por un segundo pareció que iba a hablar, pero luego cerró los ojos y alzando la cara hacia el techo, sonrió. Ya está escrito, Garmendia, ya sé que voy a morir, vos vas a morir, Esteban y Lucía van a morir. Martina va a morir. Esteban oyó el nombre y se levantó de un salto. Empujó a Garmendia a un lado y se acercó hasta Ferrari. Tu hija Martina. Ellos la tienen, y cuando yo muera, ella también va a morir. Es una trampa, Esteban, te quiere convencer, quiere ponerte en mi contra ¿no lo ves?. Diciendo esto, Garmendia se acercó de nuevo a Ferrari y lo tomó del cuello. El hijo de puta te quiere poner en mi contra. Luego sintió un ruido leve, como un zumbido en el aire, viniendo de atrás. No se dio cuenta de que era una silla lo que le pegaba en la cabeza hasta que cayó al suelo. Esteban entonces tomó el revólver y se lo puso en la boca a Garmendia. Luego disparó. Buscó unos trapos y le vendó las heridas a Ferrari, sin desatarlo. Alzó a Lucía en sus brazos y la llevó de vuelta al auto. Las ruedas dejaron una marca en el pasto y el humo negro del escape quedó flotando en el aire por un rato, una vez que el auto se perdió en la oscuridad.

lunes, 29 de septiembre de 2008

Día diecisiete, un rato antes

Dos pibes descalzos caminaban por las vías con piedras en las manos. El más alto, con mocos colgando de la nariz, empujó al más chico hacia atrás y ambos saltaron detrás de un tambor de doscientos litros a la espera del tren. Las piedras del más chico sólo alcanzaron las ruedas, internándose entre los boogies del segundo vagón. Las del mayor golpearon sin fuerza el vidrio de una ventana, detrás del cual una pareja conversaba.
- Te dije que no era muy lindo el viaje, a veces de la villa tiran piedras
- Pobres
- ¿Qué?
- Nada, no importa. No sé, es todo tan raro. No sé cómo explicarlo. Recién nos conocemos y ya sabés todo de mí. ¿Nos habremos conocido en otra vida?
- Quizás. Pero eso no influye. Quiero que estemos juntos.
- Yo también –dijo Martina, mientras miraba cómo las chapas de las casillas pasaban delante de sus ojos.
El viaje se hizo largo, pero al final las metálicas ruedas rechinaron y los que se amontonaban en las puertas se apresuraron a bajar. Algunos saltaron al andén mientras el tren todavía se movía. Ellos bajaron casi al final, cuando estaba por arrancar de nuevo, y caminaron hacia la salida. Un foco amarillento iluminaba el único cartel y despedía algunos destellos que dejaban ver la sucia vereda. Ya sobre la calle tomaron un auto de alquiler.
Tengo miedo. No sé por qué accedí. Santiago es bueno, creo, pero estamos tan lejos de todo. No nos va a pasar nada. No nos va a pasar nada. Y tiene razón, mientras más lejos de todos los lugares conocidos estemos, más seguros vamos a estar. Ojalá haya visto el mensaje que le dejé. Y su cara… no puedo saber qué piensa. Con él nunca pude, y ese misterio fue lo que me atrajo.
- ¿Por qué estás serio? ¿Tenés miedo?
- Sí, pero no a lo mismo que vos. Tengo miedo a otra cosa. Otras cosas que van más allá de lo que somos vos y yo.
- Decime, por favor. Quiero saberlo todo.
- No lo entenderías. Además ya llegamos.
El auto frenó frente a una enorme casa perdida entre matorrales y árboles frondosos. Después de bajar, Santiago sacó un manojo de llaves y abrió un candado que cerraba el portón de hierro descascarado. Caminaron por lo que quedaba de un camino entre la maleza y entraron en la oscura casa. Martina sintió algunas voces, como murmullos, pero ya estaba adentro y Santiago había cerrado con llave. Cuando se encendieron las luces, vio a los hombres que se acercaron y la tomaron de las manos. Santiago pidió que no le hicieran daño, pero nadie contestó una palabra.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Día diecisiete

Desde la esquina se veía la silueta de un auto parado enfrente de su casa. A esa distancia y con lo oscura que estaba la tarde, no llegaba a descubrir si se trataba de algún conocido. Por las dudas dio una vuelta manzana y apareció del otro lado. Desde más cerca parecía el auto de Garmendia. Caminó sin prisa hasta ahí y vio dos siluetas dentro. Garmendia le hizo una seña para que subiera atrás. La otra silueta era la de Lucía.
Al principio no quiso entender lo que pasaba, pero todo parecía confirmar que lo que le había dicho ella se estaba volviendo real. Lucía parecía enferma, se había levantado de la cama para subir al auto de Garmendia porque quería evitar lo que este tenía pensado hacer. Las razones de Esteban fueron las mismas. Ferrari podía ser un hijo de puta y podía estar trabajando para una corporación que digitaba todo lo que ellos, los de las voces, hacían o dejaban de hacer, pero Garmendia estaba loco y había que pararlo.
Calle Primera Junta, acceso oeste hacia Luján. Las luces de la autopista se esfumaban detrás de la llovizna. En el peaje, un policía se acercó para mirar el deteriorado auto en el que viajaban. Esteban tenía dos opciones, tratar de contarle lo que pasaba, quedando como un loco y con grandes posibilidades de que no hiciera más que reírse, o dejar todo como estaba y esperar a que el uniformado se diera cuenta por sí mismo que algo no andaba bien dentro del vehículo. Si el tipo hubiese sido un poco más perspicaz, si hubiera mirado en el asiento del acompañante. Pobre Lucía. Pero nada de eso pasó. Antes de llegar a su lado, el policía tomó su radio e hizo una mueca cuando la puso junto a su oído. Luego se dio la vuelta y se marchó a paso veloz. Garmendia pisó el acelerador y el auto avanzó hacia el interior de la noche.
Estiró su mano y tomó la de Lucía que dormitaba en el asiento de adelante. Estaba caliente. Ella abrió los ojos y, girando la cabeza, lo miró y sonrió por un instante. Luego siguió durmiendo. El medicamento que ella tomaba no era el mismo que tomaban Garmendia y él, por eso se opuso a que ella dejara de tomarlo. Pero Garmendia insistió y la convenció. Y ahora había caido enferma.
Todo lo llevaba a pensar que no tendría que haberse metido en eso. Su vida era una miseria, yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa, todos los días, sin nadie que lo esperara ni que pensara en él, pero tampoco tenía que preocuparse por nadie. Se había vuelto un hermitaño, pero estaba cómodo. ¿Sería posible que dentro de él ese aburrimiento lo incitara a abordar el barco de Garmendia? No lo sabía, pero ahora se encontraba en manos de un loco, viajando hacia no sabía dónde, con Lucía enferma y un tipo maniatado en el baúl.

viernes, 4 de julio de 2008

Día dieciseis

Había muchas cosas que no podía explicar, pero eso no hacía que sus noches fueran una pesadilla. El fantasma sí. Siempre era igual, aunque a veces cambiaban las formas del lugar y la cara de la persona, siempre era el mismo sitio y el mismo hombre los que aparecían en sus sueños. En general empezaba en un jardín, a veces una plaza, o un prado. Estaba jugando en las hamacas mientras alguien la mecía. Ella no podía ver quién era el que la empujaba porque aquél se situaba detrás. Sin embargo se sentía segura. Sabía que no se iba a caer, que el que la empujaba no la dejaría caer. Pero después los movimientos comenzaban a ser cada vez más fuertes y el vértigo se apoderaba de ella. Comenzaba a sentir pánico cuando se veía a si misma despegarse tan lejos del piso y se daba vuelta para ver quién era la persona que la empujaba. Entonces veía un hombre vestido de negro que comenzaba a prenderse fuego. Las llamas comenzaban desde su abdomen y se iban extendiendo hacia el resto del cuerpo mientras expelía un denso humo blanco. De a poco el hombre se iba deshaciendo dejando sólo una mancha en el suelo, como si se hubiera derretido, y el humo blanco comenzaba a tomar forma humana, ocupando su lugar. Entonces, al ver que al volver la hamaca se encontraría con el fantasma de humo, ella soltaba sus manos de las cadenas de donde se sostenía y se lanzaba al vacío. Dicen que uno no puede morir en los sueños. Yo mismo he comprobado que nunca he muerto en mis propios sueños. Por más alto que haya sido el lugar desde donde caía, siempre despertaba antes de morir. Alguna vez escuché la historia de un hombre que soño que moría y a la mañana lo encontraron víctima de un paro cardíaco. Vaya a saber si fue cierto, y espero nunca comprobarlo en carne propia, pero Martina despertaba siempre antes de vivir su muerte en sueños.
Por eso, por todo lo demás también, pero más que nada por eso, estaba decidida a hacer algo. Además estaban los del auto. Los había vuelto a ver y no estaba tranquila. Estaba segura de que no tenían buenas intenciones por las veces que había captado frases de lo que pensaban y no había nada que ella pudiera hacer para sacárselos de encima. Después del primer episodio, pensó que podía haber una equivocación, que no era ella a la que buscaban, pero después varias veces sintió que la nombraban e indefectiblemente siempre estaba el auto cerca, así que era seguro que la buscaban.
¿A quién recurrir? Su padre la había abandonado cuando ella tenía seis años y era un ermitaño esquizofrénico que no podría brindarle protección alguna. No sabía qué hacer. Su novio, según decía ella, era un pelotudo que no sabía entenderla y al que jamás se le ocurriría contarle lo de las voces o lo del auto porque pensaría que estaba loca. Pero estaba el chico nuevo del colegio, una persona retraída como ella, a la que no le gustaban las reuniones ni los eventos donde la gente se juntaba a gritar como animales, y trataba de pasar lo más desapercibida posible por la vida. Él, al igual que ella, tampoco se sentía comprendido y era el único en el que podía confiar. Se habían visto varias veces a escondidas, en la plaza o en las escaleras del subte, y habían hablado mucho. Un poco tímido –tuvo que ser ella la que propuso los primeros encuentros–, podía hablar de cosas que a ella también le pasaban o simplemente quedarse en silencio escuchándola, sin sentirse incómodo. Además, nunca veía el auto mientras estaba con él y eso era lo más importante.

martes, 1 de julio de 2008

Día quince

Súbitamente Esteban se incorporó en la cama y, transpirando, abrió los ojos. En sus manos tenía todavía la sensación de la tela resbalando y en el cuarto podía olerse la presencia de alguien más. Se levantó y caminó hacia el comedor y al pasar enfrente del espejo vio los moretones producidos por la caída. Tomó la botella y se sirvió en un vaso sucio una medida de ginebra. La garganta le ardía como si hubiera gritado toda la noche y el líquido caliente lo calmó un poco. Afuera seguía lloviendo. Se acercó a la ventana y desde allí pudo ver cómo la gente caminaba bajo el agua. No había autos estacionados en la calle. Los hombres que había visto antes deberían estar ahora espiando a otro, a Garmendia quizás. O a Lucía.
Se vistió y salió. Caminó algunas cuadras mirando sobre su hombro creyendo ver alguien detrás. Al doblar la esquina, casi llegando a la casa de Lucía esperó detrás de un auto estacionado a que pasara la persona que lo seguía. Con sigilo caminó sobre sus pasos y se sorprendió al ver que se dirigía también al mismo lugar. El otro llegó, tocó la puerta y esperó. Al rato se abrió la puerta y Lucía lo invitó a entrar. Esteban se acercó hasta la ventana y pudo divisar entre las rendijas de la persiana, que se habían sentado en el sofá. Luego ella le trajo una taza con algo caliente que el tipo agradeció y se dispuso a tomar. Algo en el otro le parecía raro. Su vestimenta, la forma de su cuerpo, la torpeza con la que se movía delante de ella, le hacían acordar a él mismo. No podía verle la cara porque estaba de espaldas y, aunque no se parecía mucho a la sensación que él tenía de sí mismo, sí se parecía a las imágenes que podía haber observado alguna vez en fotos.
Después de un rato notó que discutían. Los ademanes y los gestos se convirtieron en movimientos bruscos y se escucharon algunas palabras dichas en voz alta. Entonces el hombre se paró con la intención de marcharse pero al incorporarse volcó la taza sobre la mesa ratona. Esta giró y, cayendo al suelo, se rompió en mil pezados. Parado bajo la lluvia y espiando por la persiana, Esteban vio cómo ambos se inclinaron para recoger los trozos de la taza y, encontrándose frente a frente, se besaron.
Muchas cosas pasaron por su mente al ver la escena y quiso salir corriendo, pero sus piernas quedaron petrificadas y no pudo moverse del lugar. Tampoco pudo cerrar los ojos y siguió observando a través de la rendija más amplia que encontró. Adentro, como en un trance, los otros se sacaron la ropa y se tiraron en el sillón y no pudo ver más que eso porque el respaldo los tapó.
Esteban se dejó caer sin fuerzas y estuvo un rato tirado en el piso mojado. Luego se incorporó y caminó de vuelta a su casa. En el camino pensó en lo que había sucedido, en su vida y en la de los que lo rodeaban. Cómo había conocido a Lucía, lo que sentía por ella. ¿Sentía algo por ella o era sólo deseo? Cómo habían cambiado las cosas en este último tiempo, su vida había dejado la gris monotonía de hacer siempre lo mismo para dejar entrar en ella un sinnúmero de sensaciones nuevas o ya olvidadas. Las gotas caían otra vez en forma de fina llovizna, ocupando cada espacio alrededor de su cuerpo y tuvo que secarse los ojos para ver mejor dónde pisaba. Llegó a su casa y subió las escaleras sin mirar si alguien lo seguía. Se sacó la ropa mojada y sintió el perfume de Lucía en su cuerpo. La luz de la mañana comenzaba a inundar el cuarto y bajó la cortina de madera. Tomó un trago de ginebra para sacarse el gusto a café de la boca y se acostó a dormir.

martes, 17 de junio de 2008

Día catorce

Estoy en una casa vacía. En realidad es una casa sin muebles, pero que no está vacía. Hay gente. Hay otra gente además de mí. Me veo a mí mismo recorriendo los ambientes de la casa. Entro en la cocina y reviso los cajones debajo de la mesada. Abro la heladera y saco una botella de agua. La dejo sobre la mesada y sigo buscando en la alacena. Me veo viejo, más viejo de lo que soy. Como si tuviera diez años más. Las arrugas en mi cara lo denotan. Mi ropa tiene un estilo antiguo, muy pasado de moda. Y los colores no combinan. Pero eso no importa porque la casa está en penumbras y los demás no aparecen. Me veo llegar hasta la sala de estar. Una botella ha aparecido en mi mano derecha y me detengo en el lugar a beber del pico. Tenés que cuidarte, me dice mi otro yo. No dejes que te sorprendan porque la vas a pagar caro, agrega. Y luego me mira a los ojos y, haciéndome una seña, me invita a seguirlo: fijate lo que te digo, vos no sos como Garmendia, me explica mientras sube una escalera conmigo pisándole los talones. Mi otro yo luce como yo pero más viejo. Y no solo más viejo, hay algo grave en su mirada, en sus gestos, en la forma de hablar. Algo en él (en mí) indica que tiene más experiencia, que ha vivido cosas más trascendentes que yo. Por eso se ve más viejo. No es lo físico, es el semblante, la forma de moverse. Las pausas que hace cuando habla.
Llegamos hasta la puerta de un cuarto en la planta alta y me deja (me dejo) lugar para entrar solo. Abro la puerta sin saber que hay detrás pero dando por hecho que lo que voy a ver no va a ser agradable. De todos modos no tengo miedo. En la cama estoy yo mismo, o mejor dicho una tercera versión de mi mismo, con una mujer. Ella, aparentemente dormida, yace recostada sobre su lado derecho, mirando hacia el costado de la cama. Yo estoy boca arriba, fumando. Acabamos de tener sexo. Con una mano busco su espalda para acariciarla y cuando la toco me doy cuenta de que está sollozando. ¿Qué pasa?, le pregunto casi susurrando. Estoy tan acostumbrado a su melancolía continua que la tristeza me resulta indiferente. Desde que estamos juntos no hemos pasado un día entero sin angustias, por lo que su llanto no me afecta en lo más mínimo e incluso me parece despreciable. Pero esta vez siento que ha pasado algo verdaderamente importante, algo que lo ha cambiado todo. Ella se da vuelta y me mira con esas miradas que tienen algunas mujeres cuando ya no hay vuelta atrás. No necesita decirme nada. Todas mis sospechas se ven perfectamente fundadas con esa mirada y no puedo evitar lo que sigue. Mi cuerpo deja de responder y comienza a manejarse solo, como si fuera una marioneta de algo que no era mi propia conciencia. Desde al lado de la cama puedo ver cómo yo (mi tercer yo) asfixio a Lucía presionándole el cuello hasta que deja de moverse. Luego veo que vuelvo la cabeza hacia mí pero me doy cuenta de que ya no soy más yo, sino el serbio que maté en el túnel de la estación de Haedo. Cuando él se da cuenta de que yo lo observo, baja de la cama con un salto y queda a mi lado, exudando ese olor que nunca voy a olvidar. Gracias, me dice, en un idioma que no es castellano, pero que igual comprendo. Voy hasta la cama a ver la mujer que ya no es Lucía sino Martina. La tomo en brazos y salgo del cuarto con ella, pero la sábana queda enredada en su cuerpo sin vida y me entorpece el paso. Intento bajar por la escalera sin lograrlo: tropiezo y caigo dando tumbos unos escalones abajo. En la caída suelto a Martina y la sábana que la envuelve, y cuyo extremo está todavía en la cama, la lleva de nuevo hacia arriba. En vano trato de asirla mientras sigo cayendo unos peldaños más.
Ya definitivamente en el suelo, me incorporo al lado de mi segundo yo, que soy como ahora, pero más viejo. Me tiende una mano para ayudarme, pero cuando quedo a su altura, noto que no soy más yo sino Ferrari.

Día trece

Buenos Aires, 28 de mayo de 1989
Latin America Press International
Científicos de la Universidad de Martin Laurence, Minnesota, Estados Unidos, lograron crear un modelo computacional basado en la interpretación de imágenes de un escáner cerebral. Esto permite, basados en la forma y color representados en las imágenes, tener una idea cabal de lo que el sujeto está pensando en ese momento. Las pruebas fueron realizadas sobre noventa y tres personas de distintos lugares del globo y dieron resultados positivos en un 98,7 %. Estudios realizados en Moscú en la década del 70, habían demostrado que las imágenes de resonancia magnética pueden detectar actividad cerebral cuando el sujeto piensa sobre una palabra determinada. Luego de la caída del muro y el derrumbe de la Unión Soviética, muchos científicos emigraron a los EEUU llevando consigo la vital información que, una vez decifrada, permitió que los investigadores desarrollaran un modelo binario con el cual la computadora puede determinar correctamente la palabra que la persona pensaba. El Doctor Michael Andrews, líder del proyecto y referente mundial sobre la materia, explica que el modelo se construyó en base a …

– Hola ¿Esteban?
– ¿Quién habla?
– Raquel. Necesito hablarte. Es sobre Martina.
– ¿Qué pasó?
– Nada, no pasó nada. Estuvo preguntando por vos, ayer. Hacía varios días que la veía con ganas de hablarme, quería decirme algo, hasta que ayer no pude evitarla más y me encaró. No sabía que decirle. Empecé con rodeos, que no sabía dónde encontrarte, que te habías ido, yo que sé, la cuestión es que al final le terminé contando todo.
– ¿Todo qué?
– Todo, lo de la enfermedad, de los ataques, del tiempo en que no supe nada de vos, y lo poco que sabía de cómo estabas ahora.
– Vos no entendés. No me puede ver como estoy ahora. No puedo encontrarme con ella. ¿Qué le voy a decir?¿Que la abandoné porque oía voces? No, no puedo, no puedo.
– Hay algo más, algo que me dijo sobre las voces.
– ¿Qué?
– Algo sobre las voces. Yo nunca mencioné una palabra enfrente de ella, pero de alguna manera sabía lo de las voces.
– No sé, Raquel, no sé. Tengo que cortar.
– Martina te va a buscar y te va a encontrar.
– Chau Raquel

Esteban colgó el teléfono y buscó el diario con el artículo que estaba leyendo. Quiso retomar la lectura pero le fue imposible. Dejó el diario en el sillón y salió al balcón. Llovía de nuevo sobre las calles desiertas y las lámparas del alumbrado público expelían una bruma blanca que se disipaba hacia arriba. En la esquina algunos autos pasaban y enfrente un auto oscuro esperaba con el motor encendido. Con los vidrios oscuros no logró ver quiénes estaban adentro, pero supuso que esperaba a alguien.
No quería que su hija lo viera en esas condiciones. Muchas veces había soñado con el reencuentro, pero otras eran las condiciones con las que soñaba para ese momento. Ahora se veía como un león en la jaula de un circo, después de haber estado enfermo, perdiendo toda dignidad posible y con las manos llenas de sangre, después de haber matado a otra persona en el túnel de la estación.
De pronto sintió algunas voces mezcladas, y sin poder interpretar bien lo que decían, supo que venían del auto estacionado enfrente. En ese instante comprendió lo que esa gente estaba haciendo y corrió hacia la puerta para bajar y ver quiénes eran los que lo vigilaban, pero cuando llegó el auto ya estaba cerca de la esquina y dobló por Rivadavia hacia el lado del centro.
La lluvia lo golpeó con fuerza en la cara.

miércoles, 11 de junio de 2008

Día doce

Después del colegio, Martina bajó del colectivo y se dispuso a caminar las cuatro cuadras que separaban la parada de la casa, cuando se dio cuenta de que un auto la esperaba. Algunas personas no se dan cuenta de las diferencias entre cosas a las que no les da mayor importancia. Un hombre promedio puede decir marca y modelo de auto y hasta el año de fabricación, pero por supuesto que este no era uno de esos casos: Martina creyó que era su novio. Hacía algunos días que se habían distanciado. “Sos difícil” le dijo él mientras ella miraba televisión después de haber discutido durante todo el domingo y ella se encargó de que eso fuera lo último que le dijera ese día. Luego no se volvieron a hablar en toda la semana. El novio llamó dos veces sólo para darse cuenta de que ella no lo quería ver ni oir y después desapareció como hacía siempre que se peleaban. Martina no soportaba que la quisieran manejar y mucho menos que fuera él el que quisiera hacerlo. “No sé por qué sigo con vos, si sos un tarado”, le decía, mientras él se comía las manos para no darle una bofetada.
Al principio, la sensación de libertad la embargó como cada vez que se pelaban, pero ya había pasado demasiado tiempo desde el domingo y comenzaba a extrañarlo. Odiaba ese momento de debilidad en el que su cuerpo exigía algo que su mente había decidido olvidar. ¿Por qué siempre el cuerpo era más fuerte que la mente? odiaba ceder a sus impulsos pero nunca podía evitarlo. Iba a seguir sin mirarlo siquiera, pero sus propias piernas desviaron su camino y llegó hasta la puerta del auto al tiempo que desde adentro bajaban la ventanilla y ella descubría que el conductor no era su novio. Se echó hacia atrás haciendo un gesto de disculpas con la mano y al volver sobre sus pasos tropezó con otro hombre. Sus carpetas se desparramaron por el piso y sintió mucho dolor cuando se dobló la muñeca al apoyarse en el suelo. El hombre la sujetó de los hombros como si hubiera sabido que ella iba a caer en ese momento y se hubiera preparado para recibirla en sus brazos. Luego dejó que se incorporara y le ayudó a recoger sus cosas, devolviéndoselas Mientras la miraba directamente a los ojos, le dijo:
– Tendrías que tener algo más de cuidado, esta zona es muy peligrosa.
– Sí, gracias, es que creí que era otra persona
– No te hagas problema, ya me parecía, Martina.
Al oir su nombre en boca de ese desconocido, Martina sintió que un escalofrío le corría por la espalda y entendió que su encuentro no fue casual. Luego todo se volvió confuso: parecía uno de esos sueños en los que uno quiere hacer algo pero desesperadamente hace otra cosa. Quería correr, correr a toda velocidad hasta su casa, pero sus piernas no le respondían. O mejor dicho, le respondían como en una película en cámara lenta. El piso se hundía bajo sus pies y las suelas de sus zapatos se pegaban al suelo sin soltarla. Escuchó cómo detrás de ella corrían otros pasos ¿o serían los ecos de los propios? y sintió que la tomaban del pelo para no dejarla huir. Cuatro cuadras nomás la separaban de su casa, pero ellos podían correr más rápido. ¿Por qué había faltado tanto a las clases de gimnasia? Ahora necesitaba más que nunca estar en buen estado y su cuerpo seguía sin responderle. Quizás si hubiera fumado un poco menos, ahora podría correr unos metros más rápido, lo suficiente para librarse del hombre que la seguía. Pero de todos modos ellos tenían el auto y encima la calle era mano hacia su casa. Cuatro cuadras nomás. Pero las cuatro cuadras más largas de su vida. Mientras corría buscó la llave en los bolsillos para no perder tiempo cuando llegara a la puerta pero fue peor, porque, sin poder sostenerla, se le cayó al suelo. En casa podría tocar el timbre y esperar a que mamá abriera, pero sabía que iba a pasar demasiado tiempo en la puerta y, además, ellos podrían tomar la llave y copiarla para venir a buscarla después. Se agachó a recogerla, tambaleando para no caer presa de la inercia que llevaba y rompió sus uñas contra la vereda al levantarla. Ubicó la llave principal y la metió en la cerradura. La giró y abrió la puerta corriendo hacia el interior. Cerró la puerta y esperó unos segundos. Luego fue hasta la ventana y antes de bajar la cortina, pudo ver un auto oscuro que pasaba lentamente por la calle, frente a su casa.

lunes, 2 de junio de 2008

Día once

El plan era simple: llevar a Ferrari al galpón abandonado de la quinta de Garmendia y sacarle toda la información que tuviera. Lástima que esas cosas sólo salen bien en las películas. La gente común está destinada a hacer cosas comunes. Las epopeyas están reservadas para los héroes y Esteban distaba mucho de ser uno. Lo que pasó en el túnel, defender a Lucía, pasó no tanto porque quisiera ayudar a alguien indefenso sino porque le estaban invadiendo su propiedad. Inconscientemente Esteban consideraba a Lucía como suya, y no iba a dejar que nadie se metiera con sus cosas. Si la había ayudado en ese túnel podrido, era porque no pudo soportar que alguien le pasara por arriba. En realidad ese era el único motivo que lo impulsaba a actuar, a moverse. No soportar cuando alguien se metía en sus cosas. El problema, la mayoría de las veces radicaba en no darse cuenta de la invasión hasta que ya era demasiado tarde: o ya no podía hacer nada para evitarla, o la única salida era explotar. Y en el túnel explotó. El diario del día siguiente publicó la noticia del serbio muerto en el túnel de la estación de Haedo, que fue hallado con la cabeza aplastada por la máquina de expender boletos. Los investigadores hablaron de la mafia de los balcanes y un supuesto ajuste de cuentas, y ninguna de las crónicas nombró al tipo con las manos ensangrentadas que salió del andén acompañado por una mujer en la noche lluviosa.
Las siguientes noches después de la del túnel, Esteban acompañó a Lucía hasta la casa. Se esperaban mutuamente en la estación de Once y viajaban juntos hasta Haedo. Luego caminaban las tres o cuatro cuadras –que a Esteban le parecían cortísimas– hasta llegar a la puerta de la casa de ella y allí se quedaban un rato sin decirse nada. Luego él la veía entrar y cerrar la puerta y se marchaba a su casa. Una vez, Lucía le tomó la mano y Esteban se sintió feliz. Fue cuando un auto oscuro se acercó a la vereda y frenó cerca de ellos. Era un viejo preguntando una dirección, pero Lucía se asustó y se aferró a Esteban como si fuera su protector. Y en cierto modo se había convertido en eso: él no podía dejar de pensar en ella en ningún momento y no soportaba la idea de que alguna vez podía perderla. Por primera vez en años, sentía que su vida tenía algo de sentido, algo por lo que no valía la pena dejarse morir. Pero, como todo en esta vida, la felicidad nunca es plena sino que viene acompañada de toruosos obstáculos que hay que sortear. Garmendia, Ferrari, Las Voces, el Puredata, eran los obstáculos para llegar a sentirse completamente feliz, y lucharía contra ellos para sacarlos del camino, pasara lo que pasara. Sin embargo, luchar contra eso, era hacerle caso a Garmendia y creer en todo lo que decía. Creerle eso de que ellos no eran más que unos simples conejitos de indias y que La Corporación los estaba usando para investigar no sé qué cosas de la comunicación sin dispositivos. Era demasiado inverosímil ¿Quiénes eran ellos sino unos míseros mortales, comunes y silvestres? ¿Qué tenían de especial?. Para Esteban todo se reducía a una rara enfermedad y un investigador soñando con un premio por sus investigaciones y le atribuía la culpa de sus pesares precisamente a la enfermedad de las voces. Sin embargo, algo había en lo que decía Garmendia que Esteban creía sin quererlo: las pastillas no servían para nada y prudentemente nunca le dijo a Ferrari que había dejado de tomarlas.
El plan era simple: Garmendia quería secuestrar al médico para saber si la enfermedad había nacido con ellos o si había sido creada e inoculada como si fueran ratas de laboratorio. No, en realidad, lo que quería Garmendia, era probar que estaba en lo cierto y que efectivamente ellos eran ratas de laboratorio y no descansaría hasta demostrarlo con hechos. Esteban y Lucía no estaban de acuerdo con el método pero sí querían conocer la verdad y deshacerse de Ferrari, de Garmendia y su famosa Corporación, de las pastillas, para finalmente poder ser ellos mismos.

Día diez

A la tarde, Lucía tomó el tren de las ocho y diez en Once. La lluvia no paraba y dentro del vagón había un olor nauseabundo a gente sucia. Era el mismo olor de siempre, de todos los días, que la lluvia aumentaba y exageraba. Consiguió ubicarse cerca de la puerta, contra la mampara, y pudo estar en paz entre el movimiento de la gente. En el viaje pensó en lo que había pasado, en Garmendia y el otro, ¿Esteban, dijo que se llamaba?. Le parecía que lo había visto ya otras veces, pero no recordaba en qué ámbito. Quizás fuera allí mismo, en el tren, que se lo había cruzado alguna vez. Todo era posible en ese tren de mierda. Mucha gente viajaba a las horas en que ella lo hacía, y ella siempre bajaba la vista para no mirar a nadie. Un poco por no ver la pobreza de la gente y otro poco por no provocar a los hombres que podían entender cualquier cosa. Había perdido la cuenta de cuántas veces la tocaron o le insinuaron cosas. Era una lucha contínua a la que nunca se acostumbraba. Ahora mismo el tipo que estaba atrás le parecía tan sospechoso que decidió correrse unos metros para despegarse de él y su olor. Faltaba poco para bajar y se quedó cerca de la puerta. El hombre ya no estaba a la vista, y si lo estaba, ella no podía reconocerlo porque no lo había mirado. Cuando bajó en la estación, ya estaba muy oscuro y la lluvia no paraba. Caminó hacia el centro del andén, donde estaba la entrada al túnel que la llevaría al otro lado y así podría caminar unas pocas cuadras hasta su casa. La mitad de las luces de la estación estaban quemadas y la otra mitad parpadeaba a causa de la lluvia que se metía entre los cables causando cortocircuitos. La mayoría de la gente había caminado más rápido que ella para no mojarse dejándola sola en el andén. Sola no, detrás se escuchaban unos pasos. Lucía se apuró para llegar antes al túnel, bajó las escaleras y frenó apenas dejó el último escalón. Ahí abajo las luces estaban apagadas, no se veía nada y no podía cruzar por ese atajo. Se volvió y quiso subir las escaleras para huir, pero al darse vuelta, el tipo del tren la tomó de las manos y la llevó dentro del túnel. Ella quiso gritar con todas sus fuerzas, pero lo único que salió de su boca fue un gemido agudo que no podría escuchar nadie más que ella y su captor. El hombre la empujó hacia adentro mientras le decía palabras que no entendía, le tomó las manos y la apoyó contra una de las paredes sucias de orín del túnel. La dio vuelta con destreza y le llevó la mano hacia la espalda, como hacen los policías cuando les ponen las esposas a los criminales, mientras le decía cosas en el oído que Lucía trataba de interpretar. Le estaba preguntando algo, pero no lograba entender qué era. Le dolía mucho el brazo y no tenía fuerzas para luchar, por lo que trató de calmarse para que el tipo también se calmara. Aflojó la tensión de su cuerpo y se dejó dominar por completo, tratando de entender las palabras que el hombre profería. Parecía un dialecto como el de los gitanos, si es que alguna vez había oído hablar a alguno. "Decime la verdad" era lo único que parecía decir en castellano. El resto eran palabras en otro idioma, dichas con la misma brutalidad con la que la sostenía. Si sólo pudiera entender qué era lo que el tipo quería, quizás podría responderle y entonces podría correr hasta su casa. Pero entendía cada vez menos, y cada vez estaba más lejos de la salida, yendo hacia el interior del túnel. Y lo peor era que los golpes se estaban transformando en manoseos y los gritos en gemidos. Con la mano que tenía libre, el tipo le desprendió el pantalón y se lo bajó hasta las rodillas. Luego comenzó a apretarle las nalgas como si fueran bollos de masa para hacer pan. Lucía sentía dolor por eso, pero más le dolía perder la dignidad en manos de esa bestia. Oyó el ruido del cierre del pantalón del hombre y sintió cómo corría con su mano sucia y putrefacta, la bombacha hacia un costado. Cerró los ojos esperando el empujón que le desgarraría el cuerpo y también el alma, y esos segundos le parecieron horas. Pensó en algo lindo, en algo agradable, pensó en el campo, para evadirse y no sentir lo que le estaba pasando. No quiso pensar en los hijos para no mezclarlos con la basura, y pensó en un prado con pastos verdes y algunas flores amarillas. En algún momento de su vida, quizás cuando era chica, había visto un campo con pastos verdes que había quedado grabado en su memoria, y que venía a su mente cada vez que quería ver una imagen bella. Con el paso de los años la imagen se había ido modificando y cada vez parecía más ideal, como de un cuento de hadas, con insectos multicolores volando entre las flores amarillas y aves cantando por todos lados. Pero el grito del hombre la devolvió a la realidad y a la inmundicia de ese túnel oscuro y hediento. Sintió cómo las manos del tipo trataron de aferrarse a ella para no caer, apretándola y llevándola hacia un costado hasta que se soltaron. El hombre yacía a su lado, tirado en el piso, retorciéndose de dolor y tratando de agarrar la mano de Lucía para incorporarse. Ella se corrió hacia un costado, subiéndose los pantalones y vio en la penumbra cómo Esteban, que había retrocedido para tomar carrera como si fuera a patear un penal, le daba una patada en la cabeza. Oyó el ruido de huesos romperse y después el silencio. Aterrada, agarró su cartera y corrió hasta la salida del túnel en donde esperó que todo terminara.
Al rato, Esteban salió del túnel y la acompañó a su casa. Mientras caminaban, la lluvia les iba limpiando, a él la sangre que tenía en las manos, a ella la mugre del cuerpo. No se dijeron nada en todo el camino, llegaron a la puerta y se despidieron sin mirarse.

miércoles, 16 de abril de 2008

Día nueve

Hubo un momento de la vida en el que éramos felices. Nunca supe bien cuándo fue el punto exacto en el que todo empezó a declinar y el barco comenzó a hundirse. Probablemente fue cuando me despidieron del trabajo, o quizás cuando estuve internado esos tres meses en el Muñiz. No lo sé. Lo único que sé es que perdí mi vida de un día para el otro y no me di cuenta.
No sé qué te habrá dicho mamá sobre mí, pero me gustaría que escuches mi versión de las cosas. Si encontrás que algo no coincide con lo que ya sabías, es porque mamá quiso protegerte y le pareció lo mejor para vos en ese momento.
Cuando vos tenías seis años me volví loco. No fue algo instantáneo sino que la cosa vino de a poco. Al principio fueron dolores de cabeza, al tiempo esos raros pensamientos y finalmente las voces. No me dejaban trabajar, pensar ni hacer nada. Las voces estaban en mi cabeza todo el tiempo. Eso fue lo que terminó por degradar lo poco que quedaba de mí a esas alturas. Los médicos no encontraban el origen del mal y fue por eso que me hicieron tantos estudios raros, esas resonancias y las tomografías. Finalmente alguien encontró un virus en mi sangre que podía tener relación con loq ue me pasaba. El tratamiento fue demasiado traumático para no saber si podía llegar a ser una cura y para entonces la relación con mamá se había deteriorado mucho. Al principio ella me apoyó y sostuvo con toda su vitalidad, pero cada vez se hacía más complicado tratar conmigo. Después tuvo que salir a trabajar para poder darte de comer y en mi locura creí que me dejaría abandonado por otro hombre. No soporté la idea y un día, después de un ataque, le pegué cuando regresaba del trabajo. Es algo de lo que voy a estar arrepentido toda mi vida, pero desde la distancia puedo ver que no era realmente yo el que estaba con ella en ese momento. Después de eso agarré mis cosas y las puse en un bolso y me fui. Viví un tiempo en la calle, bebiendo para evitar las voces en mi cabeza y durmiendo en las veredas del microcentro. No quería saber nada de más tratamientos y no quería volver al hospital, pero sabía que la única forma de curar lo que me pasaba era regresando y viendo al doctor que encontró al virus. Dos años después de la última internación volví a buscar al tipo del Muñiz.
Ahora las cosas ya están más calmadas. El doctor que me atendió aquella vez se había ido a trabajar a Estados Unidos pero me contactó con otro especialista que estaba haciendo estudios con gente como yo. El tratamiento fue duro otra vez pero después fue amenguando y finalmente sólo tuve que tomar unas pastillas para evitar las voces. Conseguí trabajo y, si bien no estoy de lo mejor, ya no soy lo que era.
Y mientras tanto nunca dejé de pensar en vos, en cómo estabas creciendo, en qué cosas te pasaban, qué cosas sentías y sobre todo, qué pensarías de mí. Es por eso que te escribo, para decirte lo mucho que te quiero y, aunque sé que es difícil, para estar con vos cuando me necesites.
Nunca te olvida,
Papá.

jueves, 3 de abril de 2008

Día ocho

El tipo caminaba más rápido que él. Por más que se apurara o diera pasos más largos, el otro siempre estaba adelante. Parecía que la gente se abría para darle paso y Esteban aprovechaba la estela de espacio sin gente que dejaba detrás para acelerar el ritmo. No sabía a dónde lo estaba llevando Garmendia pero parecía que iban a un encuentro muy importante. Hubiera preferido quedarse en su casa, pasando parte de enfermo en el trabajo, antes que salir con esta lluvia. Absorto en sus pensamientos, había dejado de oir las voces, y era reconfortante saber que ya nadie podía controlar su vida como lo habían hecho las pastillas de Ferrari. Desde que había dejado de tomarlas, rápidamente aprendió a seleccionar lo que quería oír y, aunque a veces la cosa parecía salirse de control y hasta pensara que la cabeza podía estallarle, siempre era mejor que las alucinaciones reales que tenía cuando las tomaba. Y ahora casi podía seleccionar lo que quería oír. Con solo mirar una persona o a veces simplemente con sólo visualizarla, venían a su mente las cosas que esta pensaba. Había hecho el ejercicio con varios de sus compañeros en la oficina y algunas veces también con la gente en la calle. El procedimiento era sencillo una vez que se aprendía. Lo difícil era dar con él a fuerza de prueba y error, pero al cabo de muchos intentos se acababa por aprenderlo. Consistía más que nada en concentrarse en determinada persona y enviarle lo que Esteban denominaba una señal de sondeo, que es como un pensamiento bien concreto (una aseveración matemática, un teorema, una fórmula, por ejemplo) que debe imaginarse en la mente de la otra persona. Al cabo de un rato, y sin dejar de pensar en ella, se recibía de vuelta el mismo pensamiento algo cambiado. Los cambios consistían en las cosas que la otra persona le había agregado al pensamiento original, de ahí la razón para que el pensamiento enviado fuera bien claro y cerrado como una fórmula de física. Una vez que se decodificaban los cambios realizados a la aseveración primitiva, se podía tener una idea de la forma de pensar de la persona y, lo que era más importante, el cerebro de Esteban podía interpretar los mensajes recibidos y así conocer el protocolo necesario para comunicarse con el otro. Como si cada cerebro tuviera una firma particular y esta pudiera ser extraida de sus pensamientos. Una vez conocida la firma cerebral, se sintonizaba el cerebro propio con el del otro y así podía haber una comunicación. Sólo que el otro interlocutor no interpretaría los pensamientos de Esteban como ajenos sino como propios, pensando que la fórmula que acababa de ocurrírsele no era más que una alucinación o una regresión a los días de clase en el colegio secundario, por ejemplo.
Y el resto del tiempo pensaba. Era la única forma de tapar el murmullo contínuo de voces anónimas que escuchaba. Por eso tuvo que buscar la forma de comunicarse con sólo una persona por vez, de seleccionar qué voces quería oír, algo que de otro modo lo habría vuelto loco, como el caso ese que siempre repetía Ferrari cuando alguien dudaba de sus tratamientos. Se trataba de un tipo que, oyendo cada vez más fuerte las voces de lo que pensaban los demás y creyendo que estas entraban por los oídos, se atravesó los tímpanos con un taladro y una mecha de cinco milímetros. Por supuesto, Garmendia nunca creyó semejante historia y él ahora comenzaba a no creerla también.
Mientras tanto, había perdido a su compañero, lo que por un lado era un alivio, ya que no tenía ganas de encontrarse con nadie, y menos a tratar el tema que iban a tratar. De todos modos, buscó por todas partes, miró a la gente que tenía a su alrededor y no lo vio. Volvió sobre sus pasos hasta la esquina anterior y se asomó a la vidriera del bar. Tuvo que volver a mirar para darse cuenta de que no era una alucinación y que en verdad ella estaba ahí. El pelo recogido, sumergida detrás de sus anteojos negros, tomaba café mientras anotaba algo en su libreta. Cada tanto miraba al que estaba con ella con cara de no entender nada de lo que el otro decía. El tipo hablaba exageradamente, haciendo ademanes. El tipo era Garmendia y hablaba con la mujer que había desvelado a Esteban desde hacía años.

jueves, 13 de marzo de 2008

Día siete

Lucía aceptó encontrarse con él siempre que fuera en un lugar público. Del otro lado del teléfono el hombre le señaló el bar que está en la estación de Once, que siempre está lleno de gente. Por más que repasara la conversación una y mil veces, no podía entender cómo la habían convencido. Después de buscar en el fondo de su mente alguna teoría que satisfaciera la incógnita, recordó que se había sentido sola. ¿Podía ser la soledad el detonante para realizar acciones sin sentido? Tenía una familia a la que proteger, hijos a los que cuidar. La razón le decía que eran muchos los riesgos que estaba tomando al encontrarse con este extraño hombre del que nada sabía, pero que notaba tan cercano. Muchas veces en su vida se había encontrado en una situación en la que, de haber hecho las cosas pensando, no habría estado. No quería que esta fuera una de esas veces, pero hoy su vida no tenía emociones. Incluso a veces extrañaba cuando podía escuchar lo que pensaban los demás.
No entendía mucho de lo que hablaba este hombre. Lo veía gesticular, moviendo las manos y hasta le daba vergüenza de que la vieran con él, tan desalineado y mal vestido. No obstante, algo le impedía retirarse y dejarlo hablando solo. Un poco por respeto y otro poco por esa sensación de conocerlo de antes, se quedó mirando casi sin oir lo que el tipo decía.
Pronto se vio envuelta en una maraña de datos que Garmendia le estaba dando sin detenerse. El hombre conocía a Ferrari, entendía lo que a ella le pasaba y hablaba de una conspiración contra todos los que sufrían el mal de las voces. El gobierno está detrás, repetía sin cesar, sin vergüenza de parecer un loco, mientras la gente lo miraba desde las mesas vecinas. Lucía sintió que su mente volvía a ese estado de caos en el que había estado hacía tanto tiempo y tuvo miedo de caer en una trampa de la que no podría salir. Pero, por otra parte, algo más fuerte que el miedo la impulsaba a seguir ahí, escuchando al loco que ya no lo parecía tanto.
Finalmente se excusó por la hora y dijo que debía marcharse, con cuidado de no parecer descortés. Se levantó de la silla y salió de la estación con una tormenta en la cabeza. ¿Quién era este hombre que sabía tanto sobre lo que le pasaba a ella? ¿Había más gente con el mismo mal? ¿Podía ser verdad que lo que les daba Ferrari no servía para curar la enfermedad? No lo sabía. Tampoco sabía si todo esto podía cambiar algo en su vida, pero estaba dispuesta a descubrirlo. Al día siguiente se encontrarían de nuevo para ver la carpeta con datos que había juntado Garmendia en este último tiempo.
Le pareció que alguien la seguía y apuró el paso para llegar a la oficina.

viernes, 29 de febrero de 2008

Día seis

Viernes 13/02/1995, 03:30 AM. Un auto negro con vidrios polarizados entra en el estacionamiento debajo del edificio Catalinas, en el barrio de retiro. De una de sus puertas traseras baja un hombre vestido con traje oscuro que entra en el ascensor y presiona el botón del último piso. Una vez sentado en un sillón de la sala de reuniones, espera a que se encienda el monitor y tiene una conversación en inglés con alguien que lo observa por una cámara en el centro de la mesa. Luego sale a la sala contigua y deja un sobre sellado a la secretaria que a su vez le entrega un recibo. Baja al subsuelo y sube al mismo auto negro. No está de acuerdo con lo que está haciendo, pero no tiene alternativas. Esa pobre gente, piensa, mientras mira por la ventanilla las luces de Buenos Aires.

viernes, 25 de enero de 2008

Día cinco

Ese día Ferrari encontró cambiado a Garmendia. Quizás finalmente el inhibidor estuviera haciendo el efecto esperado o simplemente esa mañana se había levantado con el pie derecho. El hombre presentaba el mismo deterioro físico de siempre, pero algo había cambiado en su humor. Estaba más dócil y casi ni hablaba, cuando siempre se había mostrado reacio a las pruebas y nunca había confiado en el médico. Como de costumbre, tomó los datos del encéfalografo y midió su presión. Nada había cambiado desde la última vez. Le pareció raro no encontrar su bolígrafo, siendo que era el instrumento que más usaba. Estaba seguro que lo había dejado sobre el escritorio al partir el paciente anterior y ahora no estaba. Salió un momento del consultorio y, maldiciendo en voz baja, se dirigió a la secretaria y le pidió un bolígrafo nuevo. En unos instantes estuvo de nuevo con su paciente y pudo anotar todos los resultados en la carpeta correspondiente. Entregó a Garmendia las píldoras y le recomendó que se alimentara mejor. El paciente asintió sin decir palabra y salió velozmente a la calle, como si algo lo corriera, como si llevara una brasa caliente en sus manos.
Con pasos largos, caminó hasta la esquina y subió al primer colectivo que pasó por ahí. Anduvo sin saber dónde estaba por casi una hora. Luego bajó y verificó el lugar donde había quedado. Buscó un teléfono público y discó el número que tenía anotado en su mano izquierda. Por el auricular del sucio aparato, oyó cómo llamaba sin recibir respuesta. Podía haberse equivocado al escribir o con el apuro podía haber leído mal el número de la carpeta. También podía ser que el tipo hubiera cambiado el número o se hubiera mudado y Ferrari no haya modificado el dato en el expediente.
Volvió a la casa ya de noche, con una botella de ginebra en una bolsa de naylon blanco, y lo primero que hizo fue transcribir el número a un cuaderno rotoso, antes de que la transpiración lo borrara totalmente de su mano. Luego abrió la botella y se sirvió en el vaso que el día anterior Esteban había dejado en la mesa. No tenía en claro qué hacer. Ni para qué había robado el número, ni qué le iba a decir a la persona que lo atendiera, ni qué haría con su vida ahora que las cosas estaban cambiando tanto. En este último tiempo todo lo que había dado por establecido se había desvanecido y la vida de encierro y desesperación mostraba una salida. No se acordaba bien cómo había comenzado todo, qué había sido el detonante. Esa inscripción en el baño de la estación, lo que le dijo aquella vez el mendigo de la calle Pasteur o simplemente una idea que se gestó en el fondo de su cabeza y que lo llevó, poco a poco, a dejar de tomar las pastillas. Tampoco sabía que iba a hacer con todo lo que estaba pasando y sólo tenía una cosa en claro: debía ayudar a los que eran como él, y la única forma era averiguando por qué el médico hacía eso con ellos.
Salió de nuevo a la calle y entró en un locutorio. Llovía de otra vez. Pidió una cabina y se sentó con el tubo en la mano. Miró el cuaderno y marcó el número. El sonido de la llamada salió por el auricular una vez, dos veces. En el fondo no sabía si quería que alguien atendiera o no, como si a último momento se hubiera arrepentido de hacer lo que estaba haciendo o para no defraudarse si no pasaba lo que estaba planeado. Quizás esa última razón fue la que lo mantuvo sin poder decir nada cuando, del otro lado de la línea, una mujer contestó.

jueves, 24 de enero de 2008

Día tres, por la tarde

Subió al andén apurando el paso porque ya venía el tren. Le dolieron los huesos al tratar de correr los pocos pasos que lo separaban de la boletería y consiguió el ticket justo antes de que el guarda diera su pitada anunciando la partida. De un salto entró en el vagón y las puertas se cerraron detrás casi atrapándole un pie. Caminó entre la gente, empujando algunos para un lado y otros para otro hasta llegar al centro, donde la densidad humana era algo menor. Se quedó inmóvil por un instante, recuperando el aliento y pensando en ella. No sabía si sería capaz de descubrirla entre la multitud y trató de formar una imagen en su mente de cómo sería su cabeza entre las cabezas de los demás. El pelo oscuro, atado hacia atrás en una cola de caballo que dejarían ver las puntas de sus orejas, el broche nacarado, el sweater verde manzana. Proyectó la imagen por todo el vagón, girando trescientos sesenta grados hasta completar un círculo, deteniéndose en cada una de las cabezas que tenía a la vista. Seguramente estaría en otro vagón o incluso en otro tren, pensó, pero algo le decía que estaba ahí, muy cerca de él. Segundos después la gente se abrió, formando un sendero en la selva de seres apisonados, por donde pudo divisar la misma imagen que se había hecho de ella hacía unos instantes. Caminó hacia ella, dispuesto a hablarle, decidido a decirle todo lo que le pasaba cuando estaba cerca de ella. Apoyo una mano en su hombro y esperó a que ella se diera vuelta. Ella giró lentamente sin siquiera mover las piernas, pivotando sobre su propio eje, como si hubiera estado parada sobre un disco giratorio y todo lo que estaba alrededor pareció esfumarse. El tren corría sobre las vías en una llanura ventosa y seca. Las ovejas se pegaban a los alambrados para ver el paso del convoy que hacía rechinar sus ruedas sobre los rieles y Esteban no podía creer que ella estuviera muerta. Los ojos abiertos pero sin vida y la boca inmóvil, como sellada con pegamento. El pelo duro a los costados de la cara blanca y eso que salía de sus orejas.
Abrió los ojos y lo primero que vio fue el ventilador en el techo. El dolor de cabeza había desaparecido y ya no escuchaba gritos en su cabeza. Sólo algunos murmullos que de vez en cuando crecían hasta hacerse claros, pero después volvían a bajar. Garmendia, de espaldas, fumaba mientras leía unos papeles pegados en la pared del comedor.
– ¿Te explotó la cabeza?– Preguntó Garmendia.
– …
– No fue tan terrible ¿Qué soñabas?
– No te importa. ¿Queda algo en la botella?

Esteban trataba de entender qué había pasado y lo que le estaba pasando ahora. No había tomado las pastillas y la cabeza no le había explotado. Y, aunque por momentos parecía que la hecatombe iba a empezar de nuevo, las voces ya no le molestaban tanto. Se sirvió en un vaso sucio lo que quedaba en la botella y se quedó pensando un largo rato, con la cabeza entre las manos. Trató de recordar cómo era todo antes de conocer a Ferrari y en ese momento entendió lo que había pasado. Hace un poco más de diez años, las voces eran como las estaba sintiendo en ese momento. Algunas veces molestaban un poco, otras casi ni se oían, pero podía hacer una vida normal. Tenía un trabajo digno, no como esto que hace ahora, tenía mujer, y tenía a su hija. En ese momento él creyó que conocer al médico fue una casualidad, pero ahora todo le cerraba. Quizás Garmendia tuviera razón y Ferrari estaba experimentando con ellos. Quizás había más que sufrían con las voces, quizás la mujer del tren fuera uno de ellos (y eso explicaba lo que pasaba cuando estaba en la estación) y quizás la enfermedad no fuera tal. O quizás todo fuera un sueño del que todavía no había despertado.
Abrió la puerta –que ya no tenía llave– y salió a la calle sin decir nada. Llovía y no le importó mojarse. Caminó algunas cuadras esquivando las puntas de los paraguas que algunas viejas se empecinaban en apuntar a sus ojos, y se sentó en el banco de una plaza. Un auto blanco se detuvo enfrente, la puerta se abrió y bajó una chica que fue corriendo a refugiarse en el alero de la puerta de la casa. Desde ahí tiró un beso con la mano y el auto se alejó bajo la lluvia. Esteban pensó que había perdido mucho tiempo pero que todavía no era tarde. Uno de estos días se animaría y le diría cuánto había pensado en ella en estos diez años.

viernes, 4 de enero de 2008

Día cuatro

Miró por la ventana y vio que ya era de día. Se levantó y abrió la persiana hasta arriba. Corrió la cortina y se quedó mirando la calle un buen rato. Después comenzó a sentir que alguien pensaba en ella y se dio cuenta de que estaba en la ventana tal como había salido de la cama y un hombre la miraba desde el balcón de enfrente. Fue hasta el baño y se lavó los dientes primero, después se metió en la ducha. Los chicos seguían durmiendo cuando el horno a microondas emitió un pitido avisando que se había calentado el café de ayer, así que fue hasta el cuarto de ellos y les abrió también la persiana.
Ya en el camino a la estación, después de dejarlos en el colegio, pensó en lo que le pasaba todas las veces que entraba en el tren o subía al andén. Era como si, por decirlo de alguna forma, cada vez que se acercaba a las vías del tren algo bloqueara su capacidad de escuchar las mentes de los demás. Aunque había días en los que no sentía lo mismo, la mayoría de las veces le parecía que tenía a alguien tratando de entrar en su cabeza. Por eso había días en los que tomaba el tren en la estación anterior, con lo que la sensación de que algo le hurgaba la mente no aparecía hasta que el tren pasaba por la estación de siempre.

Subió lentamente los escalones del andén, cuidando de no romper un taco en el intento y sacó boleto en la boletería. Esperó pacientemente a que llegara el tren después de su habitual retraso y se dejó llevar por la masa que la empujó hasta el centro del vagón. Sólo cuando estuvo acomodada y se pudo relajar un poco, trató de encontrar la sensación que tenía todos los días, sin conseguirlo. Ese día no había nadie tratando de hurgar en sus pensamientos, y podía entretenerse escuchando lo que pensaba la gente a su alrededor. Comenzó a mirar por la ventanilla y pronto pudo conseguir un asiento de alguien que bajó en Liniers. Se apuró a sentarse y disfrutó de la comodidad que ahora tenía. Llegó a la terminal, tomó el subte y en un rato estuvo en la oficina preparándose el segundo café de la mañana. El sol brillaba sobre los autos que pasaban por Corrientes y la gente se agolpaba en las esquinas tratando de ganarle a los semáforos. Era la primera en llegar al trabajo y siempre tenía unos minutos de paz antes de que el trajín comenzara. Todo parecía indicar que ese sería un buen día, sin sobresaltos ni complicaciones y sin embargo sintió que algo no estaba bien, que había algo que le faltaba. De repente comprendió que se sentía sola.