miércoles, 19 de diciembre de 2007

Día tres

En su casa no tenía más que unas botellas sucias y dos atados de cigarrillos empezados. La heladera vacía, salvo por una olla con restos de comida que en algún momento había echado hongos y que ahora estaban secos. En la alacena nada más que cucarachas y alguna que otra polilla compitiendo por dos o tres migas de lo que alguna vez fue un paquete de Criollitas. El mate tenía la yerba dura como una piedra y no pudo sacarla del todo para armar uno nuevo. No importaba mucho, ya que una vez que lo llenara de nuevo y le pusiera agua caliente no se iba a notar. El timbre sonó puntual a las seis y media y Garmendia, con pasos arrastrados, abrió la puerta sin mirar quién era.
– Creí que no ibas a venir –dijo con esa voz arenosa de vivir de ginebra y cigarrillos negros.
– Siempre vengo –contestó Esteban.
– ¿Querés un mate? Recién lo preparo.
– No. Tengo acidez.
– Sentate –le dijo, al tiempo que le alcanzaba un vaso sucio y se lo llenaba de ginebra de la más barata– tenés que escuchar esto.
– …
– Ferrari no es médico.
– ¿Cómo sabés?¿estudiaste ingeniería con él?
– A veces podés ser tan forro. No te imaginás las ganas de cagarte a piñas que me dan cuando decís cosas como esa. No, busqué en el registro de médicos, no figura.
– ¿Y? puede ser que nunca se haya matriculado o que hayas buscado en el registro equivocado. Qué se yo, pueden ser tantas cosas. La verdad es que no me importa. Para el caso, es lo único que tengo, lo único que tenemos.
– ¿Pero no entendés que eso confirma lo que siempre pensamos?
– Pensaste –dijo Esteban, mientras comenzaba a buscar algo en los cajones del aparador– ¿dónde tenés las pastillas?
– No tengo, no las tomo más –dijo Garmendia, y se quedó mirando con una admiración casi siniestra cómo cambiaba la cara de Esteban.
– No seas pelotudo, dame las pastillas. Ya me duele la cabeza. ¿dónde están?
– Las tiré por el inodoro el miércoles –le contestó riéndose como si fuera una broma.
Esteban comenzó a transpirar y llegó hasta la puerta con intenciones de marcharse del lugar. Había dejado la billetera en el cajón de la oficina y podría correr hasta allí para llegar antes de que las voces comenzaran a gritar. Pero Garmendia había cerrado con llave y no lo iba a dejar salir. El tipo era mucho más fuerte que él y por más que luchara, no iba a poder salir del lugar si el otro no lo dejaba. Entonces trató de calmarse, se sentó en el sillón destartalado y bebió el vaso de ginebra de un trago.

En un principio parecía que las voces no iban a llegar nunca, pero al rato se dio cuenta de que era demasiado tarde para hacer nada: podía escuchar lo que cada una de las personas del sucio conventillo pensaba sin poder separar a quién pertenecía cada uno de los pensamientos. A cada segundo nuevas voces se iban sumando sin parar y parecía no haber límites en la cantidad de cosas que escuchaba. Llenó otro vaso y se lo tomó sin respirar mientras Garmendia lo miraba extasiado. Faltaban segundos nomás para que la cabeza le explotara, como en esa película que había visto en los ochenta, cuando se recostó en el sillón con los ojos cerrados y las manos tapándose las orejas. Parecía que su cerebro se inflaba con cada pensamiento que escuchaba y que la presión haría que su cráneo estallara manchando la casa de Garmendia. Por lo menos ese hijo de puta no se la iba a llevar de arriba, pensó, sino que tendría muchísimo trabajo limpiando los pedazos de masa encefálica mezclados con trozos de hueso, piel y pelos desparramados por el living. Y luego tendría que dar explicaciones a la policía y quizás algunos días se podría comer en cana. Pero nada de eso pasó, sino que se quedó dormido. Y soñó.

Día dos

– ¿Alguna vez le bajaste la dosis a alguien para ver que pasaba?
– Sí, al principio hicimos muchas pruebas para ver la reacción de la gente, hasta encontrar la dosis exacta de droga que permitía controlar las voces sin los efectos colaterales.
– ¿Y dejaron el trabajo por la mitad?
– Más allá de tu comentario sarcástico, fue lo mejor que pudimos hacer con las herramientas que teníamos, trabajando en la clandestinidad, sin ayuda oficial ni nada por el estilo, para curar el Mal. Hoy el grupo de científicos que estudió la enfermedad y su posible cura, tiene puesto el foco en tratar de disminuir esas alucinaciones.
– Garmendia dice que no son alucinaciones, y yo estoy empezando a creer lo mismo. ¿Ves estas marcas? Ayer soñé que estaba con una mujer y a la mañana desperté con esto.
– Es llamativo cómo la psiquis puede influir en la parte física de un individuo ¿nunca escuchaste el término psicosomático?
– Sí, lo escuché alguna vez que trataron de explicarme algo que no sabían cómo explicar.

Camino a su casa pensó en María. A estas alturas ya debería tener quince años y estaría pensando en alguno de los chicos que le gustaba. La vida estaba pasando frente a él y no podía hacer nada para subirse a ella. Cruzó la calle y se metió en el bar.

Día uno

Como todas las mañanas, Esteban se despertó del dolor de cabeza que tenía. Se sentó en la cama frotándose las sienes y buscó en el cajón el blister de Puredata. Sacó dos pastillas, las puso en la palma de la mano y se las tragó sin beber nada. Esperó mirando el techo a que las voces se callaran un poco y luego comenzó a vestirse. Era muy tarde y no creía poder llegar a tiempo a la oficina. Seguramente su jefe no iba a decirle nada, pero lo miraría con esa cara de severidad que tiene cuando algo no le gusta.
Ya en la calle, comenzó a caminar a paso veloz para llegar lo antes posible hasta su auto, pero mientras más rápido caminaba, menos avanzaba. Era como si, de alguna forma, la vereda se deslizara bajo sus pies como esas cintas para correr que hay en los gimnasios. Y por más que se esforzara en correr, la cinta corría en dirección contraria y las cosas parecían quedar siempre en el mismo lugar. Entonces se rindió y se dejó llevar. Llegó junto al vehículo con la sensación de haber caminado durante horas y quiso abrir la puerta para sentarse a descansar en su interior. Pero había olvidado las llaves en su cuarto, y ahora recordaba que habían quedado en el cajón, justo al lado de las pastillas. Quiso salir de ahí. De alguna forma había logrado entrar al auto sin usar las llaves pero no podía salir. Las puertas no tenían manijas y habían desaparecido los botones que accionaban las ventanillas. Todo el interior del auto parecía estar cubierto con tela, como si fuera una sábana, la misma sábana de su cama. Con gran desesperación, corrió la tela de su cara y entendió que todavía estaba en la cama.

Eran las cinco de la mañana y faltaban dos horas para que sonara el despertador. Por la persiana enrejada entraban los primeros rayos de luz que rebotaban por todo el cuarto como si hubiera una bola de espejos en el techo. Le dolía la cabeza y oía las voces como si vinieran desde el departamento de al lado. Abrió el cajón y sacó dos Puredata para tomarlas con el vaso de agua que había dejado en la mesa de luz la noche anterior. Se levantó y fue hasta el baño, orinó sin mirar y luego se pasó agua por la cabeza para mitigar el dolor. Se tendió en la cama y así quedó hasta que a las siete finalmente sonó la alarma.
En el andén dejó pasar dos trenes esperando que llegara ella. Aunque no apareció, subió en el tercero porque iba a llegar tarde y no era día para soportar miradas inquisidoras. El tren iba repleto, la gente se apretaba contra las puertas y en cada estación seguían subiendo más y más. Siguiendo la masa informe de personas a la que en ese momento pertenecía, se fue corriendo hacia el interior del vagón como si todo el grupo fuera un único fluido viscoso. Llegó hasta el medio entre dos puertas y se quedó extasiado mirándola. Estaba sentada mirando pasar la ciudad por la ventana, sin que nada de lo que pasara dentro del tren la afectara. Deseó no haber tomado las pastillas para poder saber qué pensaba, qué hacía, qué sentía. Una tarde hace un tiempo había sentido que ella pensaba en alguien. Fue aquella vez en la que se le terminaron las píldoras y no tenía más encima. Pero recordaba con pesar la desesperación por llegar a su casa y cómo en su cabeza las voces iban llenando cada rincón hasta hacerla casi estallar. A partir de ese día, nunca dejó de llevar una dosis extra de Pure escondida en su billetera y nunca más pudo sentir algo de lo que ella pensaba.