miércoles, 19 de diciembre de 2007

Día uno

Como todas las mañanas, Esteban se despertó del dolor de cabeza que tenía. Se sentó en la cama frotándose las sienes y buscó en el cajón el blister de Puredata. Sacó dos pastillas, las puso en la palma de la mano y se las tragó sin beber nada. Esperó mirando el techo a que las voces se callaran un poco y luego comenzó a vestirse. Era muy tarde y no creía poder llegar a tiempo a la oficina. Seguramente su jefe no iba a decirle nada, pero lo miraría con esa cara de severidad que tiene cuando algo no le gusta.
Ya en la calle, comenzó a caminar a paso veloz para llegar lo antes posible hasta su auto, pero mientras más rápido caminaba, menos avanzaba. Era como si, de alguna forma, la vereda se deslizara bajo sus pies como esas cintas para correr que hay en los gimnasios. Y por más que se esforzara en correr, la cinta corría en dirección contraria y las cosas parecían quedar siempre en el mismo lugar. Entonces se rindió y se dejó llevar. Llegó junto al vehículo con la sensación de haber caminado durante horas y quiso abrir la puerta para sentarse a descansar en su interior. Pero había olvidado las llaves en su cuarto, y ahora recordaba que habían quedado en el cajón, justo al lado de las pastillas. Quiso salir de ahí. De alguna forma había logrado entrar al auto sin usar las llaves pero no podía salir. Las puertas no tenían manijas y habían desaparecido los botones que accionaban las ventanillas. Todo el interior del auto parecía estar cubierto con tela, como si fuera una sábana, la misma sábana de su cama. Con gran desesperación, corrió la tela de su cara y entendió que todavía estaba en la cama.

Eran las cinco de la mañana y faltaban dos horas para que sonara el despertador. Por la persiana enrejada entraban los primeros rayos de luz que rebotaban por todo el cuarto como si hubiera una bola de espejos en el techo. Le dolía la cabeza y oía las voces como si vinieran desde el departamento de al lado. Abrió el cajón y sacó dos Puredata para tomarlas con el vaso de agua que había dejado en la mesa de luz la noche anterior. Se levantó y fue hasta el baño, orinó sin mirar y luego se pasó agua por la cabeza para mitigar el dolor. Se tendió en la cama y así quedó hasta que a las siete finalmente sonó la alarma.
En el andén dejó pasar dos trenes esperando que llegara ella. Aunque no apareció, subió en el tercero porque iba a llegar tarde y no era día para soportar miradas inquisidoras. El tren iba repleto, la gente se apretaba contra las puertas y en cada estación seguían subiendo más y más. Siguiendo la masa informe de personas a la que en ese momento pertenecía, se fue corriendo hacia el interior del vagón como si todo el grupo fuera un único fluido viscoso. Llegó hasta el medio entre dos puertas y se quedó extasiado mirándola. Estaba sentada mirando pasar la ciudad por la ventana, sin que nada de lo que pasara dentro del tren la afectara. Deseó no haber tomado las pastillas para poder saber qué pensaba, qué hacía, qué sentía. Una tarde hace un tiempo había sentido que ella pensaba en alguien. Fue aquella vez en la que se le terminaron las píldoras y no tenía más encima. Pero recordaba con pesar la desesperación por llegar a su casa y cómo en su cabeza las voces iban llenando cada rincón hasta hacerla casi estallar. A partir de ese día, nunca dejó de llevar una dosis extra de Pure escondida en su billetera y nunca más pudo sentir algo de lo que ella pensaba.

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