lunes, 29 de septiembre de 2008

Día diecisiete, un rato antes

Dos pibes descalzos caminaban por las vías con piedras en las manos. El más alto, con mocos colgando de la nariz, empujó al más chico hacia atrás y ambos saltaron detrás de un tambor de doscientos litros a la espera del tren. Las piedras del más chico sólo alcanzaron las ruedas, internándose entre los boogies del segundo vagón. Las del mayor golpearon sin fuerza el vidrio de una ventana, detrás del cual una pareja conversaba.
- Te dije que no era muy lindo el viaje, a veces de la villa tiran piedras
- Pobres
- ¿Qué?
- Nada, no importa. No sé, es todo tan raro. No sé cómo explicarlo. Recién nos conocemos y ya sabés todo de mí. ¿Nos habremos conocido en otra vida?
- Quizás. Pero eso no influye. Quiero que estemos juntos.
- Yo también –dijo Martina, mientras miraba cómo las chapas de las casillas pasaban delante de sus ojos.
El viaje se hizo largo, pero al final las metálicas ruedas rechinaron y los que se amontonaban en las puertas se apresuraron a bajar. Algunos saltaron al andén mientras el tren todavía se movía. Ellos bajaron casi al final, cuando estaba por arrancar de nuevo, y caminaron hacia la salida. Un foco amarillento iluminaba el único cartel y despedía algunos destellos que dejaban ver la sucia vereda. Ya sobre la calle tomaron un auto de alquiler.
Tengo miedo. No sé por qué accedí. Santiago es bueno, creo, pero estamos tan lejos de todo. No nos va a pasar nada. No nos va a pasar nada. Y tiene razón, mientras más lejos de todos los lugares conocidos estemos, más seguros vamos a estar. Ojalá haya visto el mensaje que le dejé. Y su cara… no puedo saber qué piensa. Con él nunca pude, y ese misterio fue lo que me atrajo.
- ¿Por qué estás serio? ¿Tenés miedo?
- Sí, pero no a lo mismo que vos. Tengo miedo a otra cosa. Otras cosas que van más allá de lo que somos vos y yo.
- Decime, por favor. Quiero saberlo todo.
- No lo entenderías. Además ya llegamos.
El auto frenó frente a una enorme casa perdida entre matorrales y árboles frondosos. Después de bajar, Santiago sacó un manojo de llaves y abrió un candado que cerraba el portón de hierro descascarado. Caminaron por lo que quedaba de un camino entre la maleza y entraron en la oscura casa. Martina sintió algunas voces, como murmullos, pero ya estaba adentro y Santiago había cerrado con llave. Cuando se encendieron las luces, vio a los hombres que se acercaron y la tomaron de las manos. Santiago pidió que no le hicieran daño, pero nadie contestó una palabra.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Día diecisiete

Desde la esquina se veía la silueta de un auto parado enfrente de su casa. A esa distancia y con lo oscura que estaba la tarde, no llegaba a descubrir si se trataba de algún conocido. Por las dudas dio una vuelta manzana y apareció del otro lado. Desde más cerca parecía el auto de Garmendia. Caminó sin prisa hasta ahí y vio dos siluetas dentro. Garmendia le hizo una seña para que subiera atrás. La otra silueta era la de Lucía.
Al principio no quiso entender lo que pasaba, pero todo parecía confirmar que lo que le había dicho ella se estaba volviendo real. Lucía parecía enferma, se había levantado de la cama para subir al auto de Garmendia porque quería evitar lo que este tenía pensado hacer. Las razones de Esteban fueron las mismas. Ferrari podía ser un hijo de puta y podía estar trabajando para una corporación que digitaba todo lo que ellos, los de las voces, hacían o dejaban de hacer, pero Garmendia estaba loco y había que pararlo.
Calle Primera Junta, acceso oeste hacia Luján. Las luces de la autopista se esfumaban detrás de la llovizna. En el peaje, un policía se acercó para mirar el deteriorado auto en el que viajaban. Esteban tenía dos opciones, tratar de contarle lo que pasaba, quedando como un loco y con grandes posibilidades de que no hiciera más que reírse, o dejar todo como estaba y esperar a que el uniformado se diera cuenta por sí mismo que algo no andaba bien dentro del vehículo. Si el tipo hubiese sido un poco más perspicaz, si hubiera mirado en el asiento del acompañante. Pobre Lucía. Pero nada de eso pasó. Antes de llegar a su lado, el policía tomó su radio e hizo una mueca cuando la puso junto a su oído. Luego se dio la vuelta y se marchó a paso veloz. Garmendia pisó el acelerador y el auto avanzó hacia el interior de la noche.
Estiró su mano y tomó la de Lucía que dormitaba en el asiento de adelante. Estaba caliente. Ella abrió los ojos y, girando la cabeza, lo miró y sonrió por un instante. Luego siguió durmiendo. El medicamento que ella tomaba no era el mismo que tomaban Garmendia y él, por eso se opuso a que ella dejara de tomarlo. Pero Garmendia insistió y la convenció. Y ahora había caido enferma.
Todo lo llevaba a pensar que no tendría que haberse metido en eso. Su vida era una miseria, yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa, todos los días, sin nadie que lo esperara ni que pensara en él, pero tampoco tenía que preocuparse por nadie. Se había vuelto un hermitaño, pero estaba cómodo. ¿Sería posible que dentro de él ese aburrimiento lo incitara a abordar el barco de Garmendia? No lo sabía, pero ahora se encontraba en manos de un loco, viajando hacia no sabía dónde, con Lucía enferma y un tipo maniatado en el baúl.