miércoles, 1 de octubre de 2008

Día dieciocho

Ayudame, agarralo de las piernas. Entre los dos bajaron al hombre del baúl y lo arrastraron hasta el galpón. Demasiado pesado para ser tan flaco. Lo sentaron en una silla. Parecía dormido. Garmendia pasó sus brazos para atrás y lo ató a la silla con una soga de nylon fina mientras Esteban bajaba a Lucía del auto y la acostaba en un sillón. Sabés que te van a buscar ¿no?, fue lo primero que dijo Ferrari cuando Garmendia le sacó la cinta de la boca. El hombre estaba destruido por el viaje y en su cara se adivinaban algunos golpes, pero mantenía la calma y si no se encontrara atado y con un revólver apuntándole a la sien, se diría que tenía el control de la situación. El destino. Construimos nuestro destino, casi siempre, pero todo lo que hacemos, ya está predicho de antemano. Callate, no hables hasta que yo te pregunte. Vos me vas a matar, lo sé yo, lo saben ellos, lo saben desde hace mucho. Basta, callate te dije, Esteban, traeme el velador. Garmendia (papá, dónde estás) estás loco, mirá cómo está Lucía, está temblando. Dejate de joder, ya se le va a pasar. No, no se le va a pasar, si no toma las pastillas, nunca se le va a pasar. Lucía va a morir igual que yo. Dijo Ferrari. Garmendia tomó el velador y le rompió la lamparita dejando al descubierto los alambres que sostienen el filamento. Luego buscó una botella para llenarla con agua. Se desesperó al ver que de las canillas no salía nada. Abrió una alacena, otra y otra más. Debajo de la mesada encontró un sifón medio vacío. Lucía temblaba como una hoja y transpiraba. Ya no reconocía a nadie y Esteban no sabía qué hacer. Quería frenar a Garmendia, de alguna forma, pero no podía dejar sola a Lucía. Y también quería saber qué era lo que pasaba. El sifón no tiene gas, ¿por qué no usás agua del tanque del inodoro? Callate, callate hijo de puta. Garmendia, preso de cólera, golpeó a Ferrari en la cara con la culata del revolver y la sangre que saltó manchó una de las paredes. ¿Quiénes son?¿Por qué nos dieron las pastillas?¿Cómo sabían todo sobre nosotros?¿Eh? Contestame, hijo de puta, contestame. Asestó un nuevo golpe en la otra mejilla y abrió un surco profundo del que brotó un borbotón de sangre oscura. Ferrari sonreía. Sonreía y eso lo desesperaba aún más a Garmendia. A ver, Ferrari, decime. Parecía más calmado. ¿Quién está detrás de todo?¿Por qué a nosotros?¿Hay más gente con La Enfermedad? Decime todo y te dejamos ir. No metas a los otros en esto, porque sos vos, sólo vos ¿O acaso necesitás de ellos para darte fuerzas? Garmendia bajó la cabeza como asintiendo (papá, vení). Ferrari tenía razón, había metido a Esteban y a Lucía en un lugar del que no podrían salir. La única salida estaba en Ferrari. Debía sacarle todo lo que el tipo sabía, incluyendo cómo salir de esa situación. Buscó de nuevo en la cocina, abriendo uno por uno los cajones. Volvió con un cuchillo en la mano. Desató uno de los pies de Ferrari y le sacó el zapato. También la media. Tomó un dedo, el mayor y comenzó a cortarlo con el cuchillo. Cuando llegó al hueso debió detenerse porque el cuchillo, sin mucho filo, ya no avanzaba. ¿Por qué no elegiste el dedo chiquito? Preguntó Ferrari. Ese hubiera sido más fácil de cortar. Garmendia, gritó, con lágrimas en los ojos. Porque quería hacerte doler lo más posible, para que me digas todo, ¿Entendés? Todo. (papá, te necesito) Me tenés que decir todo. ¿Por qué nos hicieron esto? Y apoyando el revólver en una de las rodillas del tipo, disparó, destrozando carne y hueso, salpicando con sangre alrededor. Ferrari gimió y por un segundo pareció que iba a hablar, pero luego cerró los ojos y alzando la cara hacia el techo, sonrió. Ya está escrito, Garmendia, ya sé que voy a morir, vos vas a morir, Esteban y Lucía van a morir. Martina va a morir. Esteban oyó el nombre y se levantó de un salto. Empujó a Garmendia a un lado y se acercó hasta Ferrari. Tu hija Martina. Ellos la tienen, y cuando yo muera, ella también va a morir. Es una trampa, Esteban, te quiere convencer, quiere ponerte en mi contra ¿no lo ves?. Diciendo esto, Garmendia se acercó de nuevo a Ferrari y lo tomó del cuello. El hijo de puta te quiere poner en mi contra. Luego sintió un ruido leve, como un zumbido en el aire, viniendo de atrás. No se dio cuenta de que era una silla lo que le pegaba en la cabeza hasta que cayó al suelo. Esteban entonces tomó el revólver y se lo puso en la boca a Garmendia. Luego disparó. Buscó unos trapos y le vendó las heridas a Ferrari, sin desatarlo. Alzó a Lucía en sus brazos y la llevó de vuelta al auto. Las ruedas dejaron una marca en el pasto y el humo negro del escape quedó flotando en el aire por un rato, una vez que el auto se perdió en la oscuridad.