jueves, 29 de enero de 2009

Último día

Una vez que pasó los límites del pueblo, cabalgó a toda velocidad por el campo abierto. Mientras el viento y la tierra le hacían brotar lágrimas que se le desparramaban por los costados de la cara, pensó en lo que había pasado. Hacía mucho tiempo que esos recuerdos no afloraban y cuando a veces vagamente veía algunas situaciones pasadas, estas le parecían extrañas, como si fueran recuerdos de otra persona. Cambió su nombre, dejó atrás sus pertenencias, su vida. Había sido muy duro, y ahora que ya lo había superado, todo volvía de nuevo a cero. Tendría que mudarse más al sur, o huir hacia chile, pero siempre sería un fugitivo, y esos recuerdos, que parecían olvidados, lo perseguirían por siempre. Quizás fuera hora de enfrentar el destino y dejar de huir. En la cárcel podría estar tranquilo. ¿Cuántos años podrían darle por matar a tres?¿Le adjudicarían a él también la muerte de Lucía? Las piezas del rompecabezas comenzaban a unirse nuevamente. Venían de los rincones más inhóspitos de su mente y se ubicaban en su posición para armar el cuadro que creía perdido. Una y otra vez veía pasar imágenes de lo que sucedió esa noche mientras retumbaban los cascos del caballo sobre el suelo seco. No obstante, siempre le iba a faltar una pieza, aunque lo repasara mil veces. Nunca supo exactamente cómo había llegado a la casa de Florencio Varela. En su mente había entrado por la ventana desde un balcón, pero en el balcón era de día y en la casa de noche. No podía explicarlo. Ni siquiera Martina sabía el camino exacto, ya que en el auto casi no había mirado por la ventanilla. Recordaba la desesperación que sintió al ver a su hija cautiva y recordó también que en ese momento le había parecido una ilusión, como si hubiese estado viendo una película en la que él no actuaba.
El sol estaba bajando y el viento soplaba a ras del suelo, levantando nubes de tierra. Hacía mucho que no llovía y los yuyos del camino estaban amarillentos y sin vida. Un poste de madera podrida sostenía los alambres en los que estaba atado un caballo. A unos metros de ahí, El Hombre yacía de costado sobre el surcado suelo seco abrazando sus propias piernas. Con los ojos cerrados, mirando hacia adentro, no advirtió la negra nube hasta que las primeras gotas cayeron sobre él. Luego se levantó y caminó hacia el caballo que relinchaba queriendo zafar de su atadura antes de que el viento se lo llevara junto con el alambrado. El Hombre comenzó a correr debajo del agua que caía ya sin cesar y mientras corría se le hacía difícil ver dónde pisaba. Cayó en la zanja y tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para levantarse y reanudar la marcha nuevamente. Ya no se veía nada, de pronto había caído la noche y caminaba sin rumbo tratando de encontrar ya no sabía qué. Tropezó con unas plantas y se acomodó detrás de un árbol para recobrar el aliento. Las ventanas estaban cerradas y no podía ver lo que adentro sucedía. Un perro ladraba cada vez más cerca. No podría matarlo de un tiro porque los de adentro escucharían el sonido y sospecharían, así que tomó un rastrillo que encontró junto a la pared y justo cuando el perro saltaba hacia él, enterró el mango en su abdomen y lo dejó desangrarse bajo la lluvia. Seguramente Martina estaría en una de las piezas del fondo.
Con un ladrillo como sostén de la persiana, pudo pasar su mano y golpear suavemente el vidrio. Puso el dedo índice apoyado en la boca cuando Martina lo vio para que ella no hiciera ruido. Debía sortear las rejas y la única forma de hacerlo que se le ocurría era doblando los barrotes. En medio de la tormenta fue hasta la calle y con un diente del rastrillo que había usado para matar al perro rompió la cerradura de un auto y sacó del baúl el cricket. Volvió a la casa donde tenían secuestrada a Martina y colocándolo entre dos hierros, hizo presión hasta torcerlos. Luego la ayudó a salir por ahí y corrieron bajo la lluvia hasta que alguien se les cruzó en el camino. Santiago apuntó a Martina con una pistola mientras llamaba a los que estaban dentro de la casa. Esteban tenía sólo unos segundos para actuar y lo único que pudo hacer fue quedarse quieto en el lugar. Y pensó. Sintió lo que el muchacho sentía. Por un instante su mente fue un remolino de cosas, pero luego todo se calmó. En un rincón pudo ver las cosas que al chico le habían hecho. En otro, el camino para llegar hasta ahí, el que Esteban había seguido para rescatar a Martina. Finalmente pudo escuchar lo que pensaba y así tuvo la seguridad de que amaba a su hija y no podría hacerle daño. Así que tanteó el revolver en su bolsillo y apoyó su dedo en el disparador. En la oscuridad y debajo de la lluvia que seguía cayendo, la sangre se mezcló con el agua y el muchacho tirado en el suelo pareció dormido. Tomó a Martina del brazo y corrieron hasta la esquina oyendo los pasos detrás. Se escondieron detrás de un auto y esperaron. Una vez que los perseguidores pasaron, El Hombre salió de su escondite y los mató por la espalda.
Caminaron bajo la lluvia algunas cuadras, hasta que en una avenida tomaron un colectivo. Sentados en el último asiento, se abrazaron. Luego El Hombre se durmió apoyado en el hombro de Martina. Un suave movimiento lo hizo despertar sobresaltado. Abrió los ojos y vio las estrellas en lo alto. Se incorporó y pudo ver que a su lado estaba ella. Lo había venido a buscar. Caminaron hasta el caballo que seguía atado al alambrado. Luego fueron hasta la casa.
Martina alcanzó un mate caliente a su papá mientras terminaba la comida. Después, cenaron en silencio. Al día siguiente decidirían si se iban o se quedaban. Posiblemente se quedaran. Estaban cansados de huir y acostumbrados a pelear.
FIN