viernes, 4 de julio de 2008

Día dieciseis

Había muchas cosas que no podía explicar, pero eso no hacía que sus noches fueran una pesadilla. El fantasma sí. Siempre era igual, aunque a veces cambiaban las formas del lugar y la cara de la persona, siempre era el mismo sitio y el mismo hombre los que aparecían en sus sueños. En general empezaba en un jardín, a veces una plaza, o un prado. Estaba jugando en las hamacas mientras alguien la mecía. Ella no podía ver quién era el que la empujaba porque aquél se situaba detrás. Sin embargo se sentía segura. Sabía que no se iba a caer, que el que la empujaba no la dejaría caer. Pero después los movimientos comenzaban a ser cada vez más fuertes y el vértigo se apoderaba de ella. Comenzaba a sentir pánico cuando se veía a si misma despegarse tan lejos del piso y se daba vuelta para ver quién era la persona que la empujaba. Entonces veía un hombre vestido de negro que comenzaba a prenderse fuego. Las llamas comenzaban desde su abdomen y se iban extendiendo hacia el resto del cuerpo mientras expelía un denso humo blanco. De a poco el hombre se iba deshaciendo dejando sólo una mancha en el suelo, como si se hubiera derretido, y el humo blanco comenzaba a tomar forma humana, ocupando su lugar. Entonces, al ver que al volver la hamaca se encontraría con el fantasma de humo, ella soltaba sus manos de las cadenas de donde se sostenía y se lanzaba al vacío. Dicen que uno no puede morir en los sueños. Yo mismo he comprobado que nunca he muerto en mis propios sueños. Por más alto que haya sido el lugar desde donde caía, siempre despertaba antes de morir. Alguna vez escuché la historia de un hombre que soño que moría y a la mañana lo encontraron víctima de un paro cardíaco. Vaya a saber si fue cierto, y espero nunca comprobarlo en carne propia, pero Martina despertaba siempre antes de vivir su muerte en sueños.
Por eso, por todo lo demás también, pero más que nada por eso, estaba decidida a hacer algo. Además estaban los del auto. Los había vuelto a ver y no estaba tranquila. Estaba segura de que no tenían buenas intenciones por las veces que había captado frases de lo que pensaban y no había nada que ella pudiera hacer para sacárselos de encima. Después del primer episodio, pensó que podía haber una equivocación, que no era ella a la que buscaban, pero después varias veces sintió que la nombraban e indefectiblemente siempre estaba el auto cerca, así que era seguro que la buscaban.
¿A quién recurrir? Su padre la había abandonado cuando ella tenía seis años y era un ermitaño esquizofrénico que no podría brindarle protección alguna. No sabía qué hacer. Su novio, según decía ella, era un pelotudo que no sabía entenderla y al que jamás se le ocurriría contarle lo de las voces o lo del auto porque pensaría que estaba loca. Pero estaba el chico nuevo del colegio, una persona retraída como ella, a la que no le gustaban las reuniones ni los eventos donde la gente se juntaba a gritar como animales, y trataba de pasar lo más desapercibida posible por la vida. Él, al igual que ella, tampoco se sentía comprendido y era el único en el que podía confiar. Se habían visto varias veces a escondidas, en la plaza o en las escaleras del subte, y habían hablado mucho. Un poco tímido –tuvo que ser ella la que propuso los primeros encuentros–, podía hablar de cosas que a ella también le pasaban o simplemente quedarse en silencio escuchándola, sin sentirse incómodo. Además, nunca veía el auto mientras estaba con él y eso era lo más importante.

martes, 1 de julio de 2008

Día quince

Súbitamente Esteban se incorporó en la cama y, transpirando, abrió los ojos. En sus manos tenía todavía la sensación de la tela resbalando y en el cuarto podía olerse la presencia de alguien más. Se levantó y caminó hacia el comedor y al pasar enfrente del espejo vio los moretones producidos por la caída. Tomó la botella y se sirvió en un vaso sucio una medida de ginebra. La garganta le ardía como si hubiera gritado toda la noche y el líquido caliente lo calmó un poco. Afuera seguía lloviendo. Se acercó a la ventana y desde allí pudo ver cómo la gente caminaba bajo el agua. No había autos estacionados en la calle. Los hombres que había visto antes deberían estar ahora espiando a otro, a Garmendia quizás. O a Lucía.
Se vistió y salió. Caminó algunas cuadras mirando sobre su hombro creyendo ver alguien detrás. Al doblar la esquina, casi llegando a la casa de Lucía esperó detrás de un auto estacionado a que pasara la persona que lo seguía. Con sigilo caminó sobre sus pasos y se sorprendió al ver que se dirigía también al mismo lugar. El otro llegó, tocó la puerta y esperó. Al rato se abrió la puerta y Lucía lo invitó a entrar. Esteban se acercó hasta la ventana y pudo divisar entre las rendijas de la persiana, que se habían sentado en el sofá. Luego ella le trajo una taza con algo caliente que el tipo agradeció y se dispuso a tomar. Algo en el otro le parecía raro. Su vestimenta, la forma de su cuerpo, la torpeza con la que se movía delante de ella, le hacían acordar a él mismo. No podía verle la cara porque estaba de espaldas y, aunque no se parecía mucho a la sensación que él tenía de sí mismo, sí se parecía a las imágenes que podía haber observado alguna vez en fotos.
Después de un rato notó que discutían. Los ademanes y los gestos se convirtieron en movimientos bruscos y se escucharon algunas palabras dichas en voz alta. Entonces el hombre se paró con la intención de marcharse pero al incorporarse volcó la taza sobre la mesa ratona. Esta giró y, cayendo al suelo, se rompió en mil pezados. Parado bajo la lluvia y espiando por la persiana, Esteban vio cómo ambos se inclinaron para recoger los trozos de la taza y, encontrándose frente a frente, se besaron.
Muchas cosas pasaron por su mente al ver la escena y quiso salir corriendo, pero sus piernas quedaron petrificadas y no pudo moverse del lugar. Tampoco pudo cerrar los ojos y siguió observando a través de la rendija más amplia que encontró. Adentro, como en un trance, los otros se sacaron la ropa y se tiraron en el sillón y no pudo ver más que eso porque el respaldo los tapó.
Esteban se dejó caer sin fuerzas y estuvo un rato tirado en el piso mojado. Luego se incorporó y caminó de vuelta a su casa. En el camino pensó en lo que había sucedido, en su vida y en la de los que lo rodeaban. Cómo había conocido a Lucía, lo que sentía por ella. ¿Sentía algo por ella o era sólo deseo? Cómo habían cambiado las cosas en este último tiempo, su vida había dejado la gris monotonía de hacer siempre lo mismo para dejar entrar en ella un sinnúmero de sensaciones nuevas o ya olvidadas. Las gotas caían otra vez en forma de fina llovizna, ocupando cada espacio alrededor de su cuerpo y tuvo que secarse los ojos para ver mejor dónde pisaba. Llegó a su casa y subió las escaleras sin mirar si alguien lo seguía. Se sacó la ropa mojada y sintió el perfume de Lucía en su cuerpo. La luz de la mañana comenzaba a inundar el cuarto y bajó la cortina de madera. Tomó un trago de ginebra para sacarse el gusto a café de la boca y se acostó a dormir.