martes, 1 de julio de 2008

Día quince

Súbitamente Esteban se incorporó en la cama y, transpirando, abrió los ojos. En sus manos tenía todavía la sensación de la tela resbalando y en el cuarto podía olerse la presencia de alguien más. Se levantó y caminó hacia el comedor y al pasar enfrente del espejo vio los moretones producidos por la caída. Tomó la botella y se sirvió en un vaso sucio una medida de ginebra. La garganta le ardía como si hubiera gritado toda la noche y el líquido caliente lo calmó un poco. Afuera seguía lloviendo. Se acercó a la ventana y desde allí pudo ver cómo la gente caminaba bajo el agua. No había autos estacionados en la calle. Los hombres que había visto antes deberían estar ahora espiando a otro, a Garmendia quizás. O a Lucía.
Se vistió y salió. Caminó algunas cuadras mirando sobre su hombro creyendo ver alguien detrás. Al doblar la esquina, casi llegando a la casa de Lucía esperó detrás de un auto estacionado a que pasara la persona que lo seguía. Con sigilo caminó sobre sus pasos y se sorprendió al ver que se dirigía también al mismo lugar. El otro llegó, tocó la puerta y esperó. Al rato se abrió la puerta y Lucía lo invitó a entrar. Esteban se acercó hasta la ventana y pudo divisar entre las rendijas de la persiana, que se habían sentado en el sofá. Luego ella le trajo una taza con algo caliente que el tipo agradeció y se dispuso a tomar. Algo en el otro le parecía raro. Su vestimenta, la forma de su cuerpo, la torpeza con la que se movía delante de ella, le hacían acordar a él mismo. No podía verle la cara porque estaba de espaldas y, aunque no se parecía mucho a la sensación que él tenía de sí mismo, sí se parecía a las imágenes que podía haber observado alguna vez en fotos.
Después de un rato notó que discutían. Los ademanes y los gestos se convirtieron en movimientos bruscos y se escucharon algunas palabras dichas en voz alta. Entonces el hombre se paró con la intención de marcharse pero al incorporarse volcó la taza sobre la mesa ratona. Esta giró y, cayendo al suelo, se rompió en mil pezados. Parado bajo la lluvia y espiando por la persiana, Esteban vio cómo ambos se inclinaron para recoger los trozos de la taza y, encontrándose frente a frente, se besaron.
Muchas cosas pasaron por su mente al ver la escena y quiso salir corriendo, pero sus piernas quedaron petrificadas y no pudo moverse del lugar. Tampoco pudo cerrar los ojos y siguió observando a través de la rendija más amplia que encontró. Adentro, como en un trance, los otros se sacaron la ropa y se tiraron en el sillón y no pudo ver más que eso porque el respaldo los tapó.
Esteban se dejó caer sin fuerzas y estuvo un rato tirado en el piso mojado. Luego se incorporó y caminó de vuelta a su casa. En el camino pensó en lo que había sucedido, en su vida y en la de los que lo rodeaban. Cómo había conocido a Lucía, lo que sentía por ella. ¿Sentía algo por ella o era sólo deseo? Cómo habían cambiado las cosas en este último tiempo, su vida había dejado la gris monotonía de hacer siempre lo mismo para dejar entrar en ella un sinnúmero de sensaciones nuevas o ya olvidadas. Las gotas caían otra vez en forma de fina llovizna, ocupando cada espacio alrededor de su cuerpo y tuvo que secarse los ojos para ver mejor dónde pisaba. Llegó a su casa y subió las escaleras sin mirar si alguien lo seguía. Se sacó la ropa mojada y sintió el perfume de Lucía en su cuerpo. La luz de la mañana comenzaba a inundar el cuarto y bajó la cortina de madera. Tomó un trago de ginebra para sacarse el gusto a café de la boca y se acostó a dormir.

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