martes, 17 de junio de 2008

Día catorce

Estoy en una casa vacía. En realidad es una casa sin muebles, pero que no está vacía. Hay gente. Hay otra gente además de mí. Me veo a mí mismo recorriendo los ambientes de la casa. Entro en la cocina y reviso los cajones debajo de la mesada. Abro la heladera y saco una botella de agua. La dejo sobre la mesada y sigo buscando en la alacena. Me veo viejo, más viejo de lo que soy. Como si tuviera diez años más. Las arrugas en mi cara lo denotan. Mi ropa tiene un estilo antiguo, muy pasado de moda. Y los colores no combinan. Pero eso no importa porque la casa está en penumbras y los demás no aparecen. Me veo llegar hasta la sala de estar. Una botella ha aparecido en mi mano derecha y me detengo en el lugar a beber del pico. Tenés que cuidarte, me dice mi otro yo. No dejes que te sorprendan porque la vas a pagar caro, agrega. Y luego me mira a los ojos y, haciéndome una seña, me invita a seguirlo: fijate lo que te digo, vos no sos como Garmendia, me explica mientras sube una escalera conmigo pisándole los talones. Mi otro yo luce como yo pero más viejo. Y no solo más viejo, hay algo grave en su mirada, en sus gestos, en la forma de hablar. Algo en él (en mí) indica que tiene más experiencia, que ha vivido cosas más trascendentes que yo. Por eso se ve más viejo. No es lo físico, es el semblante, la forma de moverse. Las pausas que hace cuando habla.
Llegamos hasta la puerta de un cuarto en la planta alta y me deja (me dejo) lugar para entrar solo. Abro la puerta sin saber que hay detrás pero dando por hecho que lo que voy a ver no va a ser agradable. De todos modos no tengo miedo. En la cama estoy yo mismo, o mejor dicho una tercera versión de mi mismo, con una mujer. Ella, aparentemente dormida, yace recostada sobre su lado derecho, mirando hacia el costado de la cama. Yo estoy boca arriba, fumando. Acabamos de tener sexo. Con una mano busco su espalda para acariciarla y cuando la toco me doy cuenta de que está sollozando. ¿Qué pasa?, le pregunto casi susurrando. Estoy tan acostumbrado a su melancolía continua que la tristeza me resulta indiferente. Desde que estamos juntos no hemos pasado un día entero sin angustias, por lo que su llanto no me afecta en lo más mínimo e incluso me parece despreciable. Pero esta vez siento que ha pasado algo verdaderamente importante, algo que lo ha cambiado todo. Ella se da vuelta y me mira con esas miradas que tienen algunas mujeres cuando ya no hay vuelta atrás. No necesita decirme nada. Todas mis sospechas se ven perfectamente fundadas con esa mirada y no puedo evitar lo que sigue. Mi cuerpo deja de responder y comienza a manejarse solo, como si fuera una marioneta de algo que no era mi propia conciencia. Desde al lado de la cama puedo ver cómo yo (mi tercer yo) asfixio a Lucía presionándole el cuello hasta que deja de moverse. Luego veo que vuelvo la cabeza hacia mí pero me doy cuenta de que ya no soy más yo, sino el serbio que maté en el túnel de la estación de Haedo. Cuando él se da cuenta de que yo lo observo, baja de la cama con un salto y queda a mi lado, exudando ese olor que nunca voy a olvidar. Gracias, me dice, en un idioma que no es castellano, pero que igual comprendo. Voy hasta la cama a ver la mujer que ya no es Lucía sino Martina. La tomo en brazos y salgo del cuarto con ella, pero la sábana queda enredada en su cuerpo sin vida y me entorpece el paso. Intento bajar por la escalera sin lograrlo: tropiezo y caigo dando tumbos unos escalones abajo. En la caída suelto a Martina y la sábana que la envuelve, y cuyo extremo está todavía en la cama, la lleva de nuevo hacia arriba. En vano trato de asirla mientras sigo cayendo unos peldaños más.
Ya definitivamente en el suelo, me incorporo al lado de mi segundo yo, que soy como ahora, pero más viejo. Me tiende una mano para ayudarme, pero cuando quedo a su altura, noto que no soy más yo sino Ferrari.

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