lunes, 2 de junio de 2008

Día once

El plan era simple: llevar a Ferrari al galpón abandonado de la quinta de Garmendia y sacarle toda la información que tuviera. Lástima que esas cosas sólo salen bien en las películas. La gente común está destinada a hacer cosas comunes. Las epopeyas están reservadas para los héroes y Esteban distaba mucho de ser uno. Lo que pasó en el túnel, defender a Lucía, pasó no tanto porque quisiera ayudar a alguien indefenso sino porque le estaban invadiendo su propiedad. Inconscientemente Esteban consideraba a Lucía como suya, y no iba a dejar que nadie se metiera con sus cosas. Si la había ayudado en ese túnel podrido, era porque no pudo soportar que alguien le pasara por arriba. En realidad ese era el único motivo que lo impulsaba a actuar, a moverse. No soportar cuando alguien se metía en sus cosas. El problema, la mayoría de las veces radicaba en no darse cuenta de la invasión hasta que ya era demasiado tarde: o ya no podía hacer nada para evitarla, o la única salida era explotar. Y en el túnel explotó. El diario del día siguiente publicó la noticia del serbio muerto en el túnel de la estación de Haedo, que fue hallado con la cabeza aplastada por la máquina de expender boletos. Los investigadores hablaron de la mafia de los balcanes y un supuesto ajuste de cuentas, y ninguna de las crónicas nombró al tipo con las manos ensangrentadas que salió del andén acompañado por una mujer en la noche lluviosa.
Las siguientes noches después de la del túnel, Esteban acompañó a Lucía hasta la casa. Se esperaban mutuamente en la estación de Once y viajaban juntos hasta Haedo. Luego caminaban las tres o cuatro cuadras –que a Esteban le parecían cortísimas– hasta llegar a la puerta de la casa de ella y allí se quedaban un rato sin decirse nada. Luego él la veía entrar y cerrar la puerta y se marchaba a su casa. Una vez, Lucía le tomó la mano y Esteban se sintió feliz. Fue cuando un auto oscuro se acercó a la vereda y frenó cerca de ellos. Era un viejo preguntando una dirección, pero Lucía se asustó y se aferró a Esteban como si fuera su protector. Y en cierto modo se había convertido en eso: él no podía dejar de pensar en ella en ningún momento y no soportaba la idea de que alguna vez podía perderla. Por primera vez en años, sentía que su vida tenía algo de sentido, algo por lo que no valía la pena dejarse morir. Pero, como todo en esta vida, la felicidad nunca es plena sino que viene acompañada de toruosos obstáculos que hay que sortear. Garmendia, Ferrari, Las Voces, el Puredata, eran los obstáculos para llegar a sentirse completamente feliz, y lucharía contra ellos para sacarlos del camino, pasara lo que pasara. Sin embargo, luchar contra eso, era hacerle caso a Garmendia y creer en todo lo que decía. Creerle eso de que ellos no eran más que unos simples conejitos de indias y que La Corporación los estaba usando para investigar no sé qué cosas de la comunicación sin dispositivos. Era demasiado inverosímil ¿Quiénes eran ellos sino unos míseros mortales, comunes y silvestres? ¿Qué tenían de especial?. Para Esteban todo se reducía a una rara enfermedad y un investigador soñando con un premio por sus investigaciones y le atribuía la culpa de sus pesares precisamente a la enfermedad de las voces. Sin embargo, algo había en lo que decía Garmendia que Esteban creía sin quererlo: las pastillas no servían para nada y prudentemente nunca le dijo a Ferrari que había dejado de tomarlas.
El plan era simple: Garmendia quería secuestrar al médico para saber si la enfermedad había nacido con ellos o si había sido creada e inoculada como si fueran ratas de laboratorio. No, en realidad, lo que quería Garmendia, era probar que estaba en lo cierto y que efectivamente ellos eran ratas de laboratorio y no descansaría hasta demostrarlo con hechos. Esteban y Lucía no estaban de acuerdo con el método pero sí querían conocer la verdad y deshacerse de Ferrari, de Garmendia y su famosa Corporación, de las pastillas, para finalmente poder ser ellos mismos.

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