lunes, 2 de junio de 2008

Día diez

A la tarde, Lucía tomó el tren de las ocho y diez en Once. La lluvia no paraba y dentro del vagón había un olor nauseabundo a gente sucia. Era el mismo olor de siempre, de todos los días, que la lluvia aumentaba y exageraba. Consiguió ubicarse cerca de la puerta, contra la mampara, y pudo estar en paz entre el movimiento de la gente. En el viaje pensó en lo que había pasado, en Garmendia y el otro, ¿Esteban, dijo que se llamaba?. Le parecía que lo había visto ya otras veces, pero no recordaba en qué ámbito. Quizás fuera allí mismo, en el tren, que se lo había cruzado alguna vez. Todo era posible en ese tren de mierda. Mucha gente viajaba a las horas en que ella lo hacía, y ella siempre bajaba la vista para no mirar a nadie. Un poco por no ver la pobreza de la gente y otro poco por no provocar a los hombres que podían entender cualquier cosa. Había perdido la cuenta de cuántas veces la tocaron o le insinuaron cosas. Era una lucha contínua a la que nunca se acostumbraba. Ahora mismo el tipo que estaba atrás le parecía tan sospechoso que decidió correrse unos metros para despegarse de él y su olor. Faltaba poco para bajar y se quedó cerca de la puerta. El hombre ya no estaba a la vista, y si lo estaba, ella no podía reconocerlo porque no lo había mirado. Cuando bajó en la estación, ya estaba muy oscuro y la lluvia no paraba. Caminó hacia el centro del andén, donde estaba la entrada al túnel que la llevaría al otro lado y así podría caminar unas pocas cuadras hasta su casa. La mitad de las luces de la estación estaban quemadas y la otra mitad parpadeaba a causa de la lluvia que se metía entre los cables causando cortocircuitos. La mayoría de la gente había caminado más rápido que ella para no mojarse dejándola sola en el andén. Sola no, detrás se escuchaban unos pasos. Lucía se apuró para llegar antes al túnel, bajó las escaleras y frenó apenas dejó el último escalón. Ahí abajo las luces estaban apagadas, no se veía nada y no podía cruzar por ese atajo. Se volvió y quiso subir las escaleras para huir, pero al darse vuelta, el tipo del tren la tomó de las manos y la llevó dentro del túnel. Ella quiso gritar con todas sus fuerzas, pero lo único que salió de su boca fue un gemido agudo que no podría escuchar nadie más que ella y su captor. El hombre la empujó hacia adentro mientras le decía palabras que no entendía, le tomó las manos y la apoyó contra una de las paredes sucias de orín del túnel. La dio vuelta con destreza y le llevó la mano hacia la espalda, como hacen los policías cuando les ponen las esposas a los criminales, mientras le decía cosas en el oído que Lucía trataba de interpretar. Le estaba preguntando algo, pero no lograba entender qué era. Le dolía mucho el brazo y no tenía fuerzas para luchar, por lo que trató de calmarse para que el tipo también se calmara. Aflojó la tensión de su cuerpo y se dejó dominar por completo, tratando de entender las palabras que el hombre profería. Parecía un dialecto como el de los gitanos, si es que alguna vez había oído hablar a alguno. "Decime la verdad" era lo único que parecía decir en castellano. El resto eran palabras en otro idioma, dichas con la misma brutalidad con la que la sostenía. Si sólo pudiera entender qué era lo que el tipo quería, quizás podría responderle y entonces podría correr hasta su casa. Pero entendía cada vez menos, y cada vez estaba más lejos de la salida, yendo hacia el interior del túnel. Y lo peor era que los golpes se estaban transformando en manoseos y los gritos en gemidos. Con la mano que tenía libre, el tipo le desprendió el pantalón y se lo bajó hasta las rodillas. Luego comenzó a apretarle las nalgas como si fueran bollos de masa para hacer pan. Lucía sentía dolor por eso, pero más le dolía perder la dignidad en manos de esa bestia. Oyó el ruido del cierre del pantalón del hombre y sintió cómo corría con su mano sucia y putrefacta, la bombacha hacia un costado. Cerró los ojos esperando el empujón que le desgarraría el cuerpo y también el alma, y esos segundos le parecieron horas. Pensó en algo lindo, en algo agradable, pensó en el campo, para evadirse y no sentir lo que le estaba pasando. No quiso pensar en los hijos para no mezclarlos con la basura, y pensó en un prado con pastos verdes y algunas flores amarillas. En algún momento de su vida, quizás cuando era chica, había visto un campo con pastos verdes que había quedado grabado en su memoria, y que venía a su mente cada vez que quería ver una imagen bella. Con el paso de los años la imagen se había ido modificando y cada vez parecía más ideal, como de un cuento de hadas, con insectos multicolores volando entre las flores amarillas y aves cantando por todos lados. Pero el grito del hombre la devolvió a la realidad y a la inmundicia de ese túnel oscuro y hediento. Sintió cómo las manos del tipo trataron de aferrarse a ella para no caer, apretándola y llevándola hacia un costado hasta que se soltaron. El hombre yacía a su lado, tirado en el piso, retorciéndose de dolor y tratando de agarrar la mano de Lucía para incorporarse. Ella se corrió hacia un costado, subiéndose los pantalones y vio en la penumbra cómo Esteban, que había retrocedido para tomar carrera como si fuera a patear un penal, le daba una patada en la cabeza. Oyó el ruido de huesos romperse y después el silencio. Aterrada, agarró su cartera y corrió hasta la salida del túnel en donde esperó que todo terminara.
Al rato, Esteban salió del túnel y la acompañó a su casa. Mientras caminaban, la lluvia les iba limpiando, a él la sangre que tenía en las manos, a ella la mugre del cuerpo. No se dijeron nada en todo el camino, llegaron a la puerta y se despidieron sin mirarse.

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