miércoles, 16 de abril de 2008

Día nueve

Hubo un momento de la vida en el que éramos felices. Nunca supe bien cuándo fue el punto exacto en el que todo empezó a declinar y el barco comenzó a hundirse. Probablemente fue cuando me despidieron del trabajo, o quizás cuando estuve internado esos tres meses en el Muñiz. No lo sé. Lo único que sé es que perdí mi vida de un día para el otro y no me di cuenta.
No sé qué te habrá dicho mamá sobre mí, pero me gustaría que escuches mi versión de las cosas. Si encontrás que algo no coincide con lo que ya sabías, es porque mamá quiso protegerte y le pareció lo mejor para vos en ese momento.
Cuando vos tenías seis años me volví loco. No fue algo instantáneo sino que la cosa vino de a poco. Al principio fueron dolores de cabeza, al tiempo esos raros pensamientos y finalmente las voces. No me dejaban trabajar, pensar ni hacer nada. Las voces estaban en mi cabeza todo el tiempo. Eso fue lo que terminó por degradar lo poco que quedaba de mí a esas alturas. Los médicos no encontraban el origen del mal y fue por eso que me hicieron tantos estudios raros, esas resonancias y las tomografías. Finalmente alguien encontró un virus en mi sangre que podía tener relación con loq ue me pasaba. El tratamiento fue demasiado traumático para no saber si podía llegar a ser una cura y para entonces la relación con mamá se había deteriorado mucho. Al principio ella me apoyó y sostuvo con toda su vitalidad, pero cada vez se hacía más complicado tratar conmigo. Después tuvo que salir a trabajar para poder darte de comer y en mi locura creí que me dejaría abandonado por otro hombre. No soporté la idea y un día, después de un ataque, le pegué cuando regresaba del trabajo. Es algo de lo que voy a estar arrepentido toda mi vida, pero desde la distancia puedo ver que no era realmente yo el que estaba con ella en ese momento. Después de eso agarré mis cosas y las puse en un bolso y me fui. Viví un tiempo en la calle, bebiendo para evitar las voces en mi cabeza y durmiendo en las veredas del microcentro. No quería saber nada de más tratamientos y no quería volver al hospital, pero sabía que la única forma de curar lo que me pasaba era regresando y viendo al doctor que encontró al virus. Dos años después de la última internación volví a buscar al tipo del Muñiz.
Ahora las cosas ya están más calmadas. El doctor que me atendió aquella vez se había ido a trabajar a Estados Unidos pero me contactó con otro especialista que estaba haciendo estudios con gente como yo. El tratamiento fue duro otra vez pero después fue amenguando y finalmente sólo tuve que tomar unas pastillas para evitar las voces. Conseguí trabajo y, si bien no estoy de lo mejor, ya no soy lo que era.
Y mientras tanto nunca dejé de pensar en vos, en cómo estabas creciendo, en qué cosas te pasaban, qué cosas sentías y sobre todo, qué pensarías de mí. Es por eso que te escribo, para decirte lo mucho que te quiero y, aunque sé que es difícil, para estar con vos cuando me necesites.
Nunca te olvida,
Papá.

jueves, 3 de abril de 2008

Día ocho

El tipo caminaba más rápido que él. Por más que se apurara o diera pasos más largos, el otro siempre estaba adelante. Parecía que la gente se abría para darle paso y Esteban aprovechaba la estela de espacio sin gente que dejaba detrás para acelerar el ritmo. No sabía a dónde lo estaba llevando Garmendia pero parecía que iban a un encuentro muy importante. Hubiera preferido quedarse en su casa, pasando parte de enfermo en el trabajo, antes que salir con esta lluvia. Absorto en sus pensamientos, había dejado de oir las voces, y era reconfortante saber que ya nadie podía controlar su vida como lo habían hecho las pastillas de Ferrari. Desde que había dejado de tomarlas, rápidamente aprendió a seleccionar lo que quería oír y, aunque a veces la cosa parecía salirse de control y hasta pensara que la cabeza podía estallarle, siempre era mejor que las alucinaciones reales que tenía cuando las tomaba. Y ahora casi podía seleccionar lo que quería oír. Con solo mirar una persona o a veces simplemente con sólo visualizarla, venían a su mente las cosas que esta pensaba. Había hecho el ejercicio con varios de sus compañeros en la oficina y algunas veces también con la gente en la calle. El procedimiento era sencillo una vez que se aprendía. Lo difícil era dar con él a fuerza de prueba y error, pero al cabo de muchos intentos se acababa por aprenderlo. Consistía más que nada en concentrarse en determinada persona y enviarle lo que Esteban denominaba una señal de sondeo, que es como un pensamiento bien concreto (una aseveración matemática, un teorema, una fórmula, por ejemplo) que debe imaginarse en la mente de la otra persona. Al cabo de un rato, y sin dejar de pensar en ella, se recibía de vuelta el mismo pensamiento algo cambiado. Los cambios consistían en las cosas que la otra persona le había agregado al pensamiento original, de ahí la razón para que el pensamiento enviado fuera bien claro y cerrado como una fórmula de física. Una vez que se decodificaban los cambios realizados a la aseveración primitiva, se podía tener una idea de la forma de pensar de la persona y, lo que era más importante, el cerebro de Esteban podía interpretar los mensajes recibidos y así conocer el protocolo necesario para comunicarse con el otro. Como si cada cerebro tuviera una firma particular y esta pudiera ser extraida de sus pensamientos. Una vez conocida la firma cerebral, se sintonizaba el cerebro propio con el del otro y así podía haber una comunicación. Sólo que el otro interlocutor no interpretaría los pensamientos de Esteban como ajenos sino como propios, pensando que la fórmula que acababa de ocurrírsele no era más que una alucinación o una regresión a los días de clase en el colegio secundario, por ejemplo.
Y el resto del tiempo pensaba. Era la única forma de tapar el murmullo contínuo de voces anónimas que escuchaba. Por eso tuvo que buscar la forma de comunicarse con sólo una persona por vez, de seleccionar qué voces quería oír, algo que de otro modo lo habría vuelto loco, como el caso ese que siempre repetía Ferrari cuando alguien dudaba de sus tratamientos. Se trataba de un tipo que, oyendo cada vez más fuerte las voces de lo que pensaban los demás y creyendo que estas entraban por los oídos, se atravesó los tímpanos con un taladro y una mecha de cinco milímetros. Por supuesto, Garmendia nunca creyó semejante historia y él ahora comenzaba a no creerla también.
Mientras tanto, había perdido a su compañero, lo que por un lado era un alivio, ya que no tenía ganas de encontrarse con nadie, y menos a tratar el tema que iban a tratar. De todos modos, buscó por todas partes, miró a la gente que tenía a su alrededor y no lo vio. Volvió sobre sus pasos hasta la esquina anterior y se asomó a la vidriera del bar. Tuvo que volver a mirar para darse cuenta de que no era una alucinación y que en verdad ella estaba ahí. El pelo recogido, sumergida detrás de sus anteojos negros, tomaba café mientras anotaba algo en su libreta. Cada tanto miraba al que estaba con ella con cara de no entender nada de lo que el otro decía. El tipo hablaba exageradamente, haciendo ademanes. El tipo era Garmendia y hablaba con la mujer que había desvelado a Esteban desde hacía años.