viernes, 26 de septiembre de 2008

Día diecisiete

Desde la esquina se veía la silueta de un auto parado enfrente de su casa. A esa distancia y con lo oscura que estaba la tarde, no llegaba a descubrir si se trataba de algún conocido. Por las dudas dio una vuelta manzana y apareció del otro lado. Desde más cerca parecía el auto de Garmendia. Caminó sin prisa hasta ahí y vio dos siluetas dentro. Garmendia le hizo una seña para que subiera atrás. La otra silueta era la de Lucía.
Al principio no quiso entender lo que pasaba, pero todo parecía confirmar que lo que le había dicho ella se estaba volviendo real. Lucía parecía enferma, se había levantado de la cama para subir al auto de Garmendia porque quería evitar lo que este tenía pensado hacer. Las razones de Esteban fueron las mismas. Ferrari podía ser un hijo de puta y podía estar trabajando para una corporación que digitaba todo lo que ellos, los de las voces, hacían o dejaban de hacer, pero Garmendia estaba loco y había que pararlo.
Calle Primera Junta, acceso oeste hacia Luján. Las luces de la autopista se esfumaban detrás de la llovizna. En el peaje, un policía se acercó para mirar el deteriorado auto en el que viajaban. Esteban tenía dos opciones, tratar de contarle lo que pasaba, quedando como un loco y con grandes posibilidades de que no hiciera más que reírse, o dejar todo como estaba y esperar a que el uniformado se diera cuenta por sí mismo que algo no andaba bien dentro del vehículo. Si el tipo hubiese sido un poco más perspicaz, si hubiera mirado en el asiento del acompañante. Pobre Lucía. Pero nada de eso pasó. Antes de llegar a su lado, el policía tomó su radio e hizo una mueca cuando la puso junto a su oído. Luego se dio la vuelta y se marchó a paso veloz. Garmendia pisó el acelerador y el auto avanzó hacia el interior de la noche.
Estiró su mano y tomó la de Lucía que dormitaba en el asiento de adelante. Estaba caliente. Ella abrió los ojos y, girando la cabeza, lo miró y sonrió por un instante. Luego siguió durmiendo. El medicamento que ella tomaba no era el mismo que tomaban Garmendia y él, por eso se opuso a que ella dejara de tomarlo. Pero Garmendia insistió y la convenció. Y ahora había caido enferma.
Todo lo llevaba a pensar que no tendría que haberse metido en eso. Su vida era una miseria, yendo de casa al trabajo y del trabajo a casa, todos los días, sin nadie que lo esperara ni que pensara en él, pero tampoco tenía que preocuparse por nadie. Se había vuelto un hermitaño, pero estaba cómodo. ¿Sería posible que dentro de él ese aburrimiento lo incitara a abordar el barco de Garmendia? No lo sabía, pero ahora se encontraba en manos de un loco, viajando hacia no sabía dónde, con Lucía enferma y un tipo maniatado en el baúl.

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