martes, 11 de noviembre de 2008

Día diecinueve

El lubricante tiene como función formar una película entre las partes móviles del motor a fin de evitar el rozamiento entre estas. Si el aceite no llega a cubrir los espacios entre las piezas, estas entran en contacto produciéndose rozamiento, el cual libera energía en forma de calor, que a su vez deforma a las piezas hasta el punto en que ya no pueden moverse libremente. En ese momento se dice que el motor “se clava” ya que, debido a la falta de lubricación, la fuerza producida por la combustión, es menor a la fuerza del rozamiento haciendo detener su marcha.
Gran Enciclopedia del Automóvil, 1958.


Ya era tarde cuando se dio cuenta de lo que pasaba. La luz roja que destellaba en el tablero desde hacía rato indicaba que el motor se había fundido pero Esteban sólo lo comprendió cuando el auto fue disminuyendo su velocidad hasta quedar parado en el medio de la calle. Fue entonces que bajó y, después de dar la vuelta hasta la otra puerta y abrirla, tomó a Lucía en sus brazos y la llevó casi cuatro cuadras hasta la puerta de la casa. Las luces estaban encendidas, por lo que suponía que debía haber alguien dentro. Enérgicamente golpeó la puerta con el pie y esperó a que le abrieran. Nunca pensó que los hijos de Lucía pudieran llamar a la policía, y se sorprendió cuando lo encañonaron para aprehenderlo. Por mucho que trató, no pudo hacerles comprender a los uniformados que ella debía tomar su medicamento cuanto antes y antes de poder hacer nada, Lucía era trasladada en ambulancia hacia el hospital Posadas y él en un patrullero hacia la comisaría primera de Morón. No sabía qué hacer. Sentía en su propio cuerpo la necesidad de Martina de estar con él, su pedido de auxilio desde algún lugar remoto. Lucía en el hospital no resistiría mucho tiempo sin sus pastillas y los médicos no serían capaces de saber qué era lo que tenía. Con seguridad iba a perderla, pero todavía podía salvar a Martina. Sólo debía calmarse y concentrarse en lo que los policías que iban adelante pensaban. Tenía que encontrar la forma de deshacerse de ellos. Hacer que detuvieran el patrullero antes de llegar a la comisaría porque de lo contrario le sería más difícil salir de ahí. Inhaló profundamente y sostuvo el aire por unos segundos en sus pulmones, luego habló con voz profunda:
- Oficial Ojeda, Ramón Ojeda ¿no? ¿Sabía Usted que hay un problema en su familia?
El policía lo miró por el espejo con cara de cansancio y siguió conduciendo sin responderle.
- El problema está relacionado con su mujer, Ana Escudero –disparó Esteban certeramente y esta vez le pareció que el pez había picado.
- ¿Qué te pasa con mi mujer? ¿De dónde la conocés? –dijo el oficial, sin preocuparse demasiado por lo que el detenido le decía. Hacía muchos años que trabajaba en la departamental de Morón y demasiada gente lo conocía.
En ese momento se dio cuenta de que nunca podría salir de una situación así y que lo mejor sería dejar a Lucía en la puerta, tocar el timbre y huir lo más rápido posible para llegar a salvar a Martina.
Su hija estaba en peligro, la sentía pidiendo socorro y tenía que encontrar la forma de llegar hasta ella antes de que le hicieran algo, así que saltó por la pared del fondo y, una vez en la calle, caminó velozmente hacia el bar. Tenía que hablar con Raquel para ver si sabía algo de la persona que estaba con Martina. Aceleró el paso, frenando el impulso cada vez que iba a comenzar a correr y pudo llegar al teléfono público. Llamó. Tardó un rato en calmarse, después de lo cual Raquel le dijo lo poco que sabía sobre el nuevo amigo de Martina. No era mucho.
Pidió una ginebra y se sentó en una mesa en el fondo de la sala. Estaba cansado. No tenía fuerzas para nada y no sabía por dónde comenzar. Apoyó la cara en su brazo y cerró los ojos. Cuando los abrió no entendió hasta después de unos segundos qué era lo que pasaba. El sitio se encontraba en penumbras y no había nadie en las otras mesas. La puerta principal se encontraba cerrada y la persiana metálica, baja. Se levantó y caminó hasta la puerta trasera desde donde un resplandor difuso se colaba por el espacio que quedaba hasta el piso. Giró el picaporte y tiró, pero el viento no lo dejó moverla. Tuvo que tomarla con las dos manos para poder abrirla y la corriente de aire que se formó cuando lo logró, lo empujó hacia fuera, donde el sol lo cegó. Apenas sus ojos se acostumbraron a la luz, vio el abismo del otro lado de la baranda y se pegó contra la pared. Se trataba de un angosto balcón que se extendía a lo largo de la pared interminable. El color blanco del mármol lo inundaba todo dificultando en todo momento la visión de las cosas. Esteban se tapó los ojos con las manos y caminó junto a la pared tratando de no mirar hacia abajo. Caminó por unos minutos, tal vez un cuarto de hora, hasta llegar a una ventana. Trató de abrirla pero no pudo, y fue entonces cuando vio del otro lado del vidrio la silueta de Martina sentada sobre la cama.

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