martes, 11 de noviembre de 2008

Día dieciocho, más tarde.

Un galpón, un hombre atado a una silla, sus ropas empapadas en sangre. Otro hombre tirado en el suelo a su lado. Tiene el cráneo destrozado por la salida de una bala y un charco enorme de sangre y seso rodea su cabeza. El hombre atado a la silla trata de moverse. Se empuja hacia atrás y cae de espaldas sobre la sangre, salpicando un poco hacia los lados. Con el pie derecho enfundado en un trapo sucio, mueve un cuchillo y lo trata de acercar hacia su mano. Al final puede ponerse de costado y logra tomar el cuchillo con las manos al tiempo que el dolor de la rodilla deshecha se vuelve insoportable. Luego de varios intentos corta la soga que lo tenía preso y queda tendido en el suelo, agotado. Cierra los ojos.
Una casa oscura entre árboles y maleza. Persianas bajas, entre las rendijas se asoman unas líneas de luz difusa. Cuatro personas yacen en su interior. Dos hombres esperan ansiosos al lado del teléfono. Otro, camina de una pared a la otra mientras fuma. Una mujer joven, con las manos en la cara, llora sentada en una cama. Se levanta, camina dos pasos hasta la puerta e intenta abrirla sin éxito. Luego se dirige a la ventana y observa la persiana. La correa está cortada y las maderas son demasiado pesadas para levantarlas con la mano. Además, del otro lado se adivinan unas rejas que de todos modos le impedirían escapar. Vuelve a la cama y se sienta. Otra vez vuelven las lágrimas a sus ojos.
Un auto viejo se desliza por la autopista a la mayor velocidad que pueden ir sus gastadas gomas. En el interior un hombre aplasta el pedal del acelerador contra el piso sin hacer caso de la luz roja que se prende, intermitente, en el tablero. La mujer a su lado casi no respira. A la misma velocidad con la que venía, el auto sale de la autopista y comienza a circular por una calle. Un semáforo en rojo no detiene su marcha y algunos vehículos deben realizar violentas maniobras para evitar colisionar con él.

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