miércoles, 12 de noviembre de 2008

Día mil novecientos treinta y cuatro

El hombre abrió los ojos y vio que ya era de día. Se levantó de la cama y luego de pasar por el baño, fue a la cocina, abrió la garrafa y encendió la hornalla. Puso agua en un jarro y le agregó cuatro cucharadas de yerba. Una vez roto el hervor, la coló y la puso en una botella de sidra, le colocó el tapón y metió la botella en un morral de cuero junto con un pan algo endurecido que sacó de la despensa. Se vistió y se abrigó. Luego salió hacia el corral. Tomó la montura y ensilló al caballo que la noche anterior había dejado ahí. Abrió la tranquera, pasó caminando con el animal a su lado y la cerró. Luego montó y se dirigió hacia los cuadros del sur. Cuando llegó al puesto del molino del sur, bajó del caballo y después de atar sus riendas al alambre, se sentó en una de las paredes derruídas de la tapera y sacó el mate cocido y el pan. Desayunó en silencio mirando cómo se disipaba la neblina y luego armó un cigarrillo y lo fumó. Un rato más tarde, entre las vacas, notó algunas moscas alrededor de un ternero. Tomó el lazo del costado de la montura y lo sujetó, enrrollado de manera prudente, con la mano derecha, mientras con la izquierda llevaba las riendas. Taloneó al caballo y se acercó al ternero al trote. Tuvo que apurar el paso cuando el pequeño animal comenzó a correr, zigzagueante, por el campo, pero al fin pudo acercarse y echarle el lazo. El pobre bicho se enredó en la soga de cuero tirante y cayó. El hombre entonces bajó del caballo y se acercó, espantando con unos ademanes a la vaca que lo miraba amenazante. Ajustó el lazo dando unas vueltas más alrededor de las patas y observó el ombligo. Estaba embichado. Fue hasta el caballo, tomó el curabicheras y buscó un palito en el suelo. Agarró el ombligo y echó un chorro largo de fluido azul en el agujero. Esperó un rato hasta que vio salir al primer gusano. Después, con el palito, comenzó a escarbar el orificio sacando los demás. Eran de color blanco, tirando a gris y se retorcían por los efectos del curabicheras. Con las dos manos presionó el sitio de la herida y comprobó que no había nada más. Finalmente buscó un poco de bosta seca y armó una especie de tapón que, después de empaparlo en el remedio, metió en el hueco que habían dejado los gusanos. Un poco de curabichera en la punta de la cola y lo desató. Se acercaba el mediodía y quería llegar al boliche de Zavala antes de que se acabara la comida del día. Otra vez sobre el caballo, sacó la bolsa con el tabaco y un papel y armó otro cigarrillo. Lo encendió armando una cueva con las manos entre las cuales quedó el fósforo al resguardo del viento. Siguió recorriendo las vacas hasta que le pareció que no quedaba nada para ver y se dirigió al pueblo.
Llegó más cerca de la siesta que de la mañana y se sentó en una mesa después de atar al flete en la puerta. Pidió al viejo el plato del día y al rato el cocinero le trajo guiso con pan y vino. Comió despacio y cuidó el vino para que le durara hasta el último bocado. Luego se recostó en la silla y se quedó descansando, esperando a que el sol bajara un poco. Habrán sido cerca de las tres de la tarde cuando Jorge González entró al boliche y se acercó a su mesa, pidiéndole permiso para sentarse. Luego de los saludos y las preguntas de rigor sobre el clima, el suelo y la lluvia, siguieron los chismes sobre la gente del pueblo, a los que Esteban no prestó la menor atención. El tipo hablaba con voz pausada pero sin detenerse, como si los signos de puntuación no existieran, y Esteban hacía un esfuerzo inhumano para que no se le cerraran los ojos. En uno de esos instantes en los que no sabía si lo que escuchaba era real o parte de sus sueños, justo en ese umbral en el que tenemos un pie en una dimensión y el otro en la otra, escuchó su nombre, su verdadero nombre, no el que allí conocían. Abrió los ojos inmediatamente y pidió otro vaso de vino a Don Zavala. Jorge González hablaba de un tipo que los milicos buscaban hacía algunos años y que ya habían dado por perdido, pero ahora nueva información había venido de Buenos Aires y habían sacado una nueva orden de búsqueda. Pacientemente escuchó los detalles que El González le dio y los grabó en su memoria. Luego pagó y se marchó en su caballo, con un armado en la boca, rumbo a no sabía dónde.

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