jueves, 24 de enero de 2008

Día tres, por la tarde

Subió al andén apurando el paso porque ya venía el tren. Le dolieron los huesos al tratar de correr los pocos pasos que lo separaban de la boletería y consiguió el ticket justo antes de que el guarda diera su pitada anunciando la partida. De un salto entró en el vagón y las puertas se cerraron detrás casi atrapándole un pie. Caminó entre la gente, empujando algunos para un lado y otros para otro hasta llegar al centro, donde la densidad humana era algo menor. Se quedó inmóvil por un instante, recuperando el aliento y pensando en ella. No sabía si sería capaz de descubrirla entre la multitud y trató de formar una imagen en su mente de cómo sería su cabeza entre las cabezas de los demás. El pelo oscuro, atado hacia atrás en una cola de caballo que dejarían ver las puntas de sus orejas, el broche nacarado, el sweater verde manzana. Proyectó la imagen por todo el vagón, girando trescientos sesenta grados hasta completar un círculo, deteniéndose en cada una de las cabezas que tenía a la vista. Seguramente estaría en otro vagón o incluso en otro tren, pensó, pero algo le decía que estaba ahí, muy cerca de él. Segundos después la gente se abrió, formando un sendero en la selva de seres apisonados, por donde pudo divisar la misma imagen que se había hecho de ella hacía unos instantes. Caminó hacia ella, dispuesto a hablarle, decidido a decirle todo lo que le pasaba cuando estaba cerca de ella. Apoyo una mano en su hombro y esperó a que ella se diera vuelta. Ella giró lentamente sin siquiera mover las piernas, pivotando sobre su propio eje, como si hubiera estado parada sobre un disco giratorio y todo lo que estaba alrededor pareció esfumarse. El tren corría sobre las vías en una llanura ventosa y seca. Las ovejas se pegaban a los alambrados para ver el paso del convoy que hacía rechinar sus ruedas sobre los rieles y Esteban no podía creer que ella estuviera muerta. Los ojos abiertos pero sin vida y la boca inmóvil, como sellada con pegamento. El pelo duro a los costados de la cara blanca y eso que salía de sus orejas.
Abrió los ojos y lo primero que vio fue el ventilador en el techo. El dolor de cabeza había desaparecido y ya no escuchaba gritos en su cabeza. Sólo algunos murmullos que de vez en cuando crecían hasta hacerse claros, pero después volvían a bajar. Garmendia, de espaldas, fumaba mientras leía unos papeles pegados en la pared del comedor.
– ¿Te explotó la cabeza?– Preguntó Garmendia.
– …
– No fue tan terrible ¿Qué soñabas?
– No te importa. ¿Queda algo en la botella?

Esteban trataba de entender qué había pasado y lo que le estaba pasando ahora. No había tomado las pastillas y la cabeza no le había explotado. Y, aunque por momentos parecía que la hecatombe iba a empezar de nuevo, las voces ya no le molestaban tanto. Se sirvió en un vaso sucio lo que quedaba en la botella y se quedó pensando un largo rato, con la cabeza entre las manos. Trató de recordar cómo era todo antes de conocer a Ferrari y en ese momento entendió lo que había pasado. Hace un poco más de diez años, las voces eran como las estaba sintiendo en ese momento. Algunas veces molestaban un poco, otras casi ni se oían, pero podía hacer una vida normal. Tenía un trabajo digno, no como esto que hace ahora, tenía mujer, y tenía a su hija. En ese momento él creyó que conocer al médico fue una casualidad, pero ahora todo le cerraba. Quizás Garmendia tuviera razón y Ferrari estaba experimentando con ellos. Quizás había más que sufrían con las voces, quizás la mujer del tren fuera uno de ellos (y eso explicaba lo que pasaba cuando estaba en la estación) y quizás la enfermedad no fuera tal. O quizás todo fuera un sueño del que todavía no había despertado.
Abrió la puerta –que ya no tenía llave– y salió a la calle sin decir nada. Llovía y no le importó mojarse. Caminó algunas cuadras esquivando las puntas de los paraguas que algunas viejas se empecinaban en apuntar a sus ojos, y se sentó en el banco de una plaza. Un auto blanco se detuvo enfrente, la puerta se abrió y bajó una chica que fue corriendo a refugiarse en el alero de la puerta de la casa. Desde ahí tiró un beso con la mano y el auto se alejó bajo la lluvia. Esteban pensó que había perdido mucho tiempo pero que todavía no era tarde. Uno de estos días se animaría y le diría cuánto había pensado en ella en estos diez años.

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