viernes, 25 de enero de 2008

Día cinco

Ese día Ferrari encontró cambiado a Garmendia. Quizás finalmente el inhibidor estuviera haciendo el efecto esperado o simplemente esa mañana se había levantado con el pie derecho. El hombre presentaba el mismo deterioro físico de siempre, pero algo había cambiado en su humor. Estaba más dócil y casi ni hablaba, cuando siempre se había mostrado reacio a las pruebas y nunca había confiado en el médico. Como de costumbre, tomó los datos del encéfalografo y midió su presión. Nada había cambiado desde la última vez. Le pareció raro no encontrar su bolígrafo, siendo que era el instrumento que más usaba. Estaba seguro que lo había dejado sobre el escritorio al partir el paciente anterior y ahora no estaba. Salió un momento del consultorio y, maldiciendo en voz baja, se dirigió a la secretaria y le pidió un bolígrafo nuevo. En unos instantes estuvo de nuevo con su paciente y pudo anotar todos los resultados en la carpeta correspondiente. Entregó a Garmendia las píldoras y le recomendó que se alimentara mejor. El paciente asintió sin decir palabra y salió velozmente a la calle, como si algo lo corriera, como si llevara una brasa caliente en sus manos.
Con pasos largos, caminó hasta la esquina y subió al primer colectivo que pasó por ahí. Anduvo sin saber dónde estaba por casi una hora. Luego bajó y verificó el lugar donde había quedado. Buscó un teléfono público y discó el número que tenía anotado en su mano izquierda. Por el auricular del sucio aparato, oyó cómo llamaba sin recibir respuesta. Podía haberse equivocado al escribir o con el apuro podía haber leído mal el número de la carpeta. También podía ser que el tipo hubiera cambiado el número o se hubiera mudado y Ferrari no haya modificado el dato en el expediente.
Volvió a la casa ya de noche, con una botella de ginebra en una bolsa de naylon blanco, y lo primero que hizo fue transcribir el número a un cuaderno rotoso, antes de que la transpiración lo borrara totalmente de su mano. Luego abrió la botella y se sirvió en el vaso que el día anterior Esteban había dejado en la mesa. No tenía en claro qué hacer. Ni para qué había robado el número, ni qué le iba a decir a la persona que lo atendiera, ni qué haría con su vida ahora que las cosas estaban cambiando tanto. En este último tiempo todo lo que había dado por establecido se había desvanecido y la vida de encierro y desesperación mostraba una salida. No se acordaba bien cómo había comenzado todo, qué había sido el detonante. Esa inscripción en el baño de la estación, lo que le dijo aquella vez el mendigo de la calle Pasteur o simplemente una idea que se gestó en el fondo de su cabeza y que lo llevó, poco a poco, a dejar de tomar las pastillas. Tampoco sabía que iba a hacer con todo lo que estaba pasando y sólo tenía una cosa en claro: debía ayudar a los que eran como él, y la única forma era averiguando por qué el médico hacía eso con ellos.
Salió de nuevo a la calle y entró en un locutorio. Llovía de otra vez. Pidió una cabina y se sentó con el tubo en la mano. Miró el cuaderno y marcó el número. El sonido de la llamada salió por el auricular una vez, dos veces. En el fondo no sabía si quería que alguien atendiera o no, como si a último momento se hubiera arrepentido de hacer lo que estaba haciendo o para no defraudarse si no pasaba lo que estaba planeado. Quizás esa última razón fue la que lo mantuvo sin poder decir nada cuando, del otro lado de la línea, una mujer contestó.

No hay comentarios: