jueves, 19 de diciembre de 2019

La mulita se apaga de un botón distinto al de encendido


Cuando nos juntamos con los pibes siempre contamos anécdotas. Son siempre las mismas, pero van variando detalles entre reunión y reunión. El que las cuenta mejor es el Pelado, aunque todos sepamos que es un exagerado que le agrega cosas para hacerlas más divertidas. Pero el problema es que así las historias van mutando y uno ya no se acuerda de la historia verdadera sino de la historia que contó el Pelado. Y a la que, encima, cada vez le agrega más cosas. El otro día, la última vez que nos juntamos, Ovidio le adjudicó al Can una anécdota que yo sabía que era mía. Fue cuando estábamos en cuarto año. En un recreo de taller, en la pista, sentados en una escalera de subida a los aviones, charlando y diciendo pavadas, a mí se me ocurrió tocar el pulsador de encendido de una mulita. Malditos dedos míos que no pueden quedarse quietos y tienen que ver qué pasa si aprieto tal o cual botón. Era un botón hermoso, rojo brillante, que llamaba a ser presionado. Pero, ah, qué mal, justo ese era el que encendía la mulita. La mulita no es otra cosa que una turbina pequeña, que tira aire por una manguera al motor de los aviones para encenderlos. Es una especie de burro de arranque de aviones. Pero bueno, no deja de ser una turbina, con todo y su ruido ensordecedor. Y empieza de apoco. Al principio es como un zumbido grave, luego va creciendo, haciéndose cada vez más fuerte y más estridente, hasta que se torna insoportable y puede dañar los tímpanos si uno no tiene protectores auditivos. Fue por eso que los que estaban en la escalera comenzaron a saltar y correr hacia el hangar al grito de “va a explotar, va a explotar” revoleando los sánguches de salame por el aire. Todo eso mientras mis dedos no daban abasto tratando de accionar el botón para apagarla. El episodio terminó con un profesor yendo a extinguir el funcionamiento del malévolo aparato, y conmigo sumando diez amonestaciones. Y estoy seguro de que me pasó a mí, porque todavía siento la vergüenza de ir a decirle al profesor lo que había hecho y que necesitaba que viniera él a resolverlo. También el miedo de que en realidad explotara, porque de acuerdo al ruido que hacía, parecía que la fatídica máquina sólo dejaría de funcionar con una gran explosión atómica. Así que cuando Ovidio recordó la historia poniendo de protagonista a otra persona, recordé lo que nos pasaba con las historias que contaba el Pelado. Porque estoy seguro que al principio eran el fiel reflejo de lo que había sucedido, pero con el paso de los años, los detalles se fueron exagerando y se agregaron nuevos giros más divertidos, con lo que las anécdotas hoy distan mucho de lo que realmente pasó. Tal es así que ya no nos acordamos de la historia original si no de la que contó el Pelado. Por eso, al final de la anécdota que contó Ovidio, en mi mente pude ver a los pibes arrojándose en cámara lenta desde lo alto de la escalera y gritando “va a explotar” y casi que se dibujó la silueta del Can en su mameluco azul tratando infructuosamente de apagar la mulita.

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