Cuando nos juntamos con los pibes siempre contamos anécdotas.
Son siempre las mismas, pero van variando detalles entre reunión y reunión. El
que las cuenta mejor es el Pelado, aunque todos sepamos que es un exagerado que
le agrega cosas para hacerlas más divertidas. Pero el problema es que así las
historias van mutando y uno ya no se acuerda de la historia verdadera sino de
la historia que contó el Pelado. Y a la que, encima, cada vez le agrega más
cosas. El otro día, la última vez que nos juntamos, Ovidio le adjudicó al Can
una anécdota que yo sabía que era mía. Fue cuando estábamos en cuarto año. En
un recreo de taller, en la pista, sentados en una escalera de subida a los
aviones, charlando y diciendo pavadas, a mí se me ocurrió tocar el pulsador de encendido
de una mulita. Malditos dedos míos que no pueden quedarse quietos y tienen que
ver qué pasa si aprieto tal o cual botón. Era un botón hermoso, rojo brillante,
que llamaba a ser presionado. Pero, ah, qué mal, justo ese era el que encendía
la mulita. La mulita no es otra cosa que una turbina pequeña, que tira aire por
una manguera al motor de los aviones para encenderlos. Es una especie de burro
de arranque de aviones. Pero bueno, no deja de ser una turbina, con todo y su ruido
ensordecedor. Y empieza de apoco. Al principio es como un zumbido grave, luego
va creciendo, haciéndose cada vez más fuerte y más estridente, hasta que se
torna insoportable y puede dañar los tímpanos si uno no tiene protectores
auditivos. Fue por eso que los que estaban en la escalera comenzaron a saltar y
correr hacia el hangar al grito de “va a explotar, va a explotar” revoleando
los sánguches de salame por el aire. Todo eso mientras mis dedos no daban
abasto tratando de accionar el botón para apagarla. El episodio terminó con un
profesor yendo a extinguir el funcionamiento del malévolo aparato, y conmigo sumando
diez amonestaciones. Y estoy seguro de que me pasó a mí, porque todavía siento
la vergüenza de ir a decirle al profesor lo que había hecho y que necesitaba
que viniera él a resolverlo. También el miedo de que en realidad explotara,
porque de acuerdo al ruido que hacía, parecía que la fatídica máquina sólo
dejaría de funcionar con una gran explosión atómica. Así que cuando Ovidio
recordó la historia poniendo de protagonista a otra persona, recordé lo que nos
pasaba con las historias que contaba el Pelado. Porque estoy seguro que al
principio eran el fiel reflejo de lo que había sucedido, pero con el paso de
los años, los detalles se fueron exagerando y se agregaron nuevos giros más
divertidos, con lo que las anécdotas hoy distan mucho de lo que realmente pasó.
Tal es así que ya no nos acordamos de la historia original si no de la que contó
el Pelado. Por eso, al final de la anécdota que contó Ovidio, en mi mente pude
ver a los pibes arrojándose en cámara lenta desde lo alto de la escalera y
gritando “va a explotar” y casi que se dibujó la silueta del Can en su mameluco
azul tratando infructuosamente de apagar la mulita.
jueves, 19 de diciembre de 2019
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