A comienzos del año pasado, estaba yo lijando una bandeja de
hierro muy pesada en el balcón. En un torpe descuido, la bandeja, que pesaría
un buen kilogramo, se resbaló de mis manos, pegó en el suelo del balcón, rebotó y
saltó al vacío, cayendo los once pisos que había hacia abajo. Un gran pedazo de
hierro de semejante peso, cayendo desde once pisos, calculé que podría matar a
alguien, sin lugar a dudas, si lo golpeaba en el lugar correcto. El ruido que
hizo cuando golpeó, fue terrible. Corrí entonces hacia el ascensor y bajé los
once pisos esperando encontrar un muerto o, aunque sea, un herido con un gran
charco de sangre alrededor. Por suerte, se rompió el cemento del piso, la
bandeja se abolló y algún vecino gritó alguna barbaridad por una cobarde
ventana. Nada más sucedió que pudiera perturbar el transcurso de mi realidad. O
por lo menos, de esa realidad. Porque lo que siguió a esos momentos de
alborotada adrenalina, fue una calma en la que pensé ¿Qué habría pasado si no
hubiese tenido tanta suerte? ¿Cuál habría sido mi destino si el trozo que cayó
del cielo hubiera matado a alguien?
En la semana siguiente, todos mis pensamientos se orientaron
hacia esa dirección. Quizá un poco egocéntrico (o egoísta, si se quiere) fue pensar
en qué me habría sucedido a mí y no a la persona o a la familia de la persona,
pero como no hubo persona, mis elucubraciones se concentraron en mí mismo. Al
principio fue sólo cuestión de imaginar un escenario alternativo algo difuso,
pero después, a medida que se iban aclarando las ideas, comenzó a tomar forma
una realidad paralela a la vida que yo tenía.
Tal fue el grado de obsesión que creció en mí que, al cabo
de un par de semanas, estaba viviendo dos realidades. Una, era la de siempre,
la misma rutina de ir a trabajar, estar con mi familia, comer, dormir y hacer
el amor de vez en cuando. La otra, en cambio mucho más apasionante y a la vez desdichada,
me tenía encarcelado, esperando el juicio por haber matado un tipo con el
pesado hierro. Todo se basaba en las premisas “qué hubiera pasado si” y “cómo
estaría ahora si”.
Pero las cosas fueron un poco más allá de mi imaginación, a
punto tal que llegó un momento en el que la única vida que valía la pena vivir
era la alternativa, esa en la que sufría en la cárcel, pero en la que al menos
me pasaban cosas. En ella me veía teniéndome que defenderme de otros reclusos
que me atacaban, o llevando adelante una protesta por las malas condiciones
carcelarias. Al cabo de un tiempo, ya había cumplido parte de mi condena y
podía acceder a salidas transitorias. En este universo alternativo tuve que
buscar otro empleo y dedicarme a hacer algo distinto a lo que en realidad
hacía. En el tiempo que estuve encerrado perdí contacto con mis amigos y la
familia no me dio muchas señales de apoyo. Al fin y al cabo, era un asesino.
Así que, luego de cumplida mi condena, estaba solo, pero totalmente a mi
merced. Era libre.
Evaluando las posibilidades que tenía a mano, fui a parar a
Cañada Seca, un pueblito en la triple frontera entre Santa Fe, Córdoba y Buenos
Aires. Con dinero que tomé a préstamos en un banco, logré poner una casa de
repuestos de motores que no daba mucho dinero, pero me permitía vivir y pagar
el alquiler de una casita bastante modesta. El lugar era tranquilo, la gente no
hacía muchas preguntas y la mayoría vivía, de una u otra forma, del campo.
El tiempo pasó, y después de algunos años, ya no recordaba
nada de mi vida anterior. Hasta que un día, camino a casa, me crucé con alguien
que me pareció conocido. No me di cuenta en el momento, sino que fui pensando
en quién sería, mientras caminaba. Sólo al llegar, me di cuenta de que la
persona era muy parecida a un amigo de mi otra vida, la vida real. Al principio
no sabía bien de quién se trataba, ya que los había borrado a todos de mi
mente, pero después creí haber llegado a la conclusión de quién era.
Al día siguiente caminé de nuevo por la misma calle a la
misma hora tratando de cruzarme con esa persona, pero no. No pasó. Los días que
siguieron también lo busqué por otras partes del pueblo, pero sin éxito.
Después de unas semanas desistí de mi búsqueda y pensé en que habría sido mi
imaginación.
A los pocos meses, uno de mis proveedores enfermó y tuve que
ir a buscar unos repuestos a Piedritas, un pueblo cercano a Cañada. Después de
comprar los repuestos que me habían encargado, me fui hasta el bar del club y
me senté al mostrador a tomar una Imperial. Al rato, entró mi amigo y se sentó
al lado sin mirarme.
—Sabía que ibas a estar acá —dijo, aún sin mirarme. Yo me
quedé un rato pensando, sin entender—. También están El Pocho y Don Aimale, el
tío de la Claudia. Nos juntamos los viernes en una mesa del fondo. Ahora que
somos cuatro podemos hacer unos chicos de truco.
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