– Creí que no ibas a venir –dijo con esa voz arenosa de vivir de ginebra y cigarrillos negros.
– Siempre vengo –contestó Esteban.
– ¿Querés un mate? Recién lo preparo.
– No. Tengo acidez.
– Sentate –le dijo, al tiempo que le alcanzaba un vaso sucio y se lo llenaba de ginebra de la más barata– tenés que escuchar esto.
– …
– Ferrari no es médico.
– ¿Cómo sabés?¿estudiaste ingeniería con él?
– A veces podés ser tan forro. No te imaginás las ganas de cagarte a piñas que me dan cuando decís cosas como esa. No, busqué en el registro de médicos, no figura.
– ¿Y? puede ser que nunca se haya matriculado o que hayas buscado en el registro equivocado. Qué se yo, pueden ser tantas cosas. La verdad es que no me importa. Para el caso, es lo único que tengo, lo único que tenemos.
– ¿Pero no entendés que eso confirma lo que siempre pensamos?
– Pensaste –dijo Esteban, mientras comenzaba a buscar algo en los cajones del aparador– ¿dónde tenés las pastillas?
– No tengo, no las tomo más –dijo Garmendia, y se quedó mirando con una admiración casi siniestra cómo cambiaba la cara de Esteban.
– No seas pelotudo, dame las pastillas. Ya me duele la cabeza. ¿dónde están?
– Las tiré por el inodoro el miércoles –le contestó riéndose como si fuera una broma.
Esteban comenzó a transpirar y llegó hasta la puerta con intenciones de marcharse del lugar. Había dejado la billetera en el cajón de la oficina y podría correr hasta allí para llegar antes de que las voces comenzaran a gritar. Pero Garmendia había cerrado con llave y no lo iba a dejar salir. El tipo era mucho más fuerte que él y por más que luchara, no iba a poder salir del lugar si el otro no lo dejaba. Entonces trató de calmarse, se sentó en el sillón destartalado y bebió el vaso de ginebra de un trago.

En un principio parecía que las voces no iban a llegar nunca, pero al rato se dio cuenta de que era demasiado tarde para hacer nada: podía escuchar lo que cada una de las personas del sucio conventillo pensaba sin poder separar a quién pertenecía cada uno de los pensamientos. A cada segundo nuevas voces se iban sumando sin parar y parecía no haber límites en la cantidad de cosas que escuchaba. Llenó otro vaso y se lo tomó sin respirar mientras Garmendia lo miraba extasiado. Faltaban segundos nomás para que la cabeza le explotara, como en esa película que había visto en los ochenta, cuando se recostó en el sillón con los ojos cerrados y las manos tapándose las orejas. Parecía que su cerebro se inflaba con cada pensamiento que escuchaba y que la presión haría que su cráneo estallara manchando la casa de Garmendia. Por lo menos ese hijo de puta no se la iba a llevar de arriba, pensó, sino que tendría muchísimo trabajo limpiando los pedazos de masa encefálica mezclados con trozos de hueso, piel y pelos desparramados por el living. Y luego tendría que dar explicaciones a la policía y quizás algunos días se podría comer en cana. Pero nada de eso pasó, sino que se quedó dormido. Y soñó.